Capítulo 20
El lunes 5 de noviembre, Rascafría me llamó cinco veces al móvil. Y para que Rascafría (que es más seca que los sarmientos que se usan para prender fuego) me llamara por teléfono, era porque algo muy grave debía estar pasando en casa de Ez. ¡Y vaya si pasaba!.
Ez no está en Madrid, sus ojos y sus gafas no descansan ni un minuto viendo película tras película en el Festival de Sevilla, y mientras Ez se deja las pestañas en los cines Nervión, su madre es la protagonista absoluta de un thriller de terror que empieza por la letra B…
Tan aturullada y nerviosa era la voz de Rascafría cuando habló conmigo, que no me lo pensé dos veces, cerré la panadería, me monte en mi vieja furgoneta, y a golpe de acelerador puse rumbo a la calle Jenner.
Cuando Rascafría abrió la puerta, me pareció estar viviendo, en vivo y en directo, el capitulo de Cumbres Borrascosas en el que Catalina pierde el juicio después de estar dos día sin probar bocado suspirando por su amado Heathcliff. Porque, si la visión de Rascafría en camisón, sin peinar, con la cara desencajada y de un color verde cetrino, no fuera ya bastante mal presagio, la ristra de ajos que llevaba colgada del cuello y el olor pestilente que desprendían todas las habitaciones de la casa, era para vomitar y después más pronto que tarde salir corriendo.
-El demonio,
la señora, el demonio ha mirado a la señora -me dijo nada más verme. Y sin
dejar que me recuperara de las ganas de vomitar. Me agarró de la mano y casi a rastras me llevó por el
recibidor hasta el dormitorio de la madre de Ez.
El
dormitorio de la madre de Ez está al final de un pasillo lleno de puertas de
roble, que se suceden hasta desembocar en un enorme arco de escayola que te
lleva hasta a un velador de una habitación enorme y espaciosa iluminada por un
ventanal que da a un patio arbolado con cuatro naranjos. Nunca pensé que la casa de Ez fuera más bonita todavía de lo que era,
pero la belleza, como la vida, guarda sorpresas. Porque de la visión relajante
de aquel pequeño oasis cercado por la muralla de ladrillos rojos de los
edificios vecinos, pasé a oír los gimoteos de un pequeño fardo negro que se
movía y descubrí a la madre de Ez, tirada en el suelo, abrazada a un almohadón
blanco lleno de puntillas al que mecía en estertores de llanto, mientras
repetía una y otra vez, un único nombre: Pablo. Al tiempo que una botella de
vodka vacía rodaba a su lado al ritmo de sus lágrimas.
Hasta que un día en el que Ángel estaba de vacaciones, el loco volvió a subirse al tejado, y bramó y pateó desde allí: que se tiraba y que se tiraba!. Y esta vez no hubo nadie que le preguntase si tenía hambre. Y el loco con un chute en las venas con más mierda que heroína rodó como una pelota vieja y sin aire por aquel tejado rojo, rodó hasta caer al vacío y explotarse la cabeza contra el suelo. Y esa noche tan asquerosa para Ángel, fue la noche en la que Ez y yo nos volvimos a ver después de conocernos en el ascensor del Cine Proyecciones, e hicimos el amor por primera vez, mientras mi teléfono zumbaba en silencio 20 veces. Y después de tener una noche de pasión y lujuria tres habitaciones más lejos de donde dormía la mucama y la madre de Ez. Cuando el aire que corría en la madrugada por la calle de Jenner me dio en la cara, miré el teléfono y leí el mensaje de Ángel:
“Se acabaron los bocadillos de mortadela”.
Los
del 112 tardaron en llegar una hora, mientras, la madre de Ez siguió abrazada a
la almohada, dormitando y sosteniendo con la mano derecha la botella de vodka. Cuando Ángel llegó, me miró pero no me
dirigió la palabra, habló con Rascafría que seguía con su collar de ajos al
cuello y tartamudeaba sin dejar de retorcer su preciosa trenza de pelo negro.
Después de oírla, Ángel se sentó al lado de aquel despojo de perlas y seda
negra que apestaba a vodka y a Opium, y empezó a hablarle con la voz enérgica
de caramelo que yo conocía tan bien. Rascafría y yo salimos de la habitación, al
cabo de una hora, la voz de la madre de Ez reclamaba un baño y comida. Ángel me
dejó escrito un informe para el médico de cabecera, le di las gracias y le acompañé a la puerta. Se despidió
dándome los buenos días y se marchó con su ayudante escaleras abajo. Y entonces corrí tras él, para gritarle que me perdonara por los dos años de silencio. Pero mis pies se detuvieron antes de llegar al portal, porque me di cuenta de que nadie perdona lo que pertenece al olvido...