lunes, 31 de diciembre de 2012

Sueños de náufraga


Capítulo 21 


  


Respiro, el aire cargado de humedad entra en mis pulmones, me hace daño, pero sigo respirando. El mar está tranquilo, Ez y yo estamos dentro de un bote salvavidas en mitad de la nada. Estamos desnudos, el sol nos ha quemado la piel y nuestros cuerpos están cubiertos de pellejos que se desprenden y dejan ver las heridas. Ez tiene la mirada clavada en el agua, lleva así un buen rato. Habla al fin desde su cara agrietada y negra: no te voy a querer nunca más. 
Me lo dice con rabia, con tanta rabia que me pongo a llorar.  Pero él grita ahora con voz de ruso hijo de puta que regenta un burdel de carretera:¡Llora, llora!.

He seguido llorando hasta que un borracho, mejor dicho, dos cenutrios y un borracho han empezado a pegar gritos debajo de la ventana de mi casa. Entonces ha sido cuando Ez, el bote salvavidas y yo nos hemos desvanecido en la niebla a las cuatro de la mañana hora local.
Después de maldecir a Xua Ling y a todo su árbol genealógico por vender el tinto Don Simón más barato que el agua mineral, me he levantado con un mal humor inconmensurable. Me he lavado los dientes como si mi dentadura fuera la de un tiburón adicto al tabaco, y a continuación me he metido una ducha, y con la angustia que llevaba encima no he sido capaz de regular el agua caliente con el grifo monomando que Nicolás Panduro (el albañil que me ha hecho la reforma inteligente de mi hogar) me ha instalado en el baño, y con los labios amoratados y la piel más tersa que el filo de una navaja me he ido a la panadería con un vestido saco estampado de flores, que guardo para las ocasiones en la que vestirse se convierte en una tortura.
Ez después de volver de Sevilla y hacerle pasar a su madre una ITV médica de cuidado se ha ido a pasar el Fin de Año a la India. Sí, entre su crisis viejuna y el existencialismo fílmico que se sigue tragando veo que va camino de hacerse sacerdote del TAJ MAJAL. Sinceramente, no me duele que se haya ido al Ganges sin mí. Yo, con el olfato que tengo lo hubiera pasado mal, muy mal. Lo que me llena de tristura es pensar  que estará con la rubia con nariz de cerdito en uno de esos hoteles de lujo. Y el Ganges ni lo habrán olido…

Y a mitad de camino, a las siete y un minuto, otra vez  Rascafría la mucama de Ez me llama. Y cada vez que el nombre de Rascafría parpadea en el móvil me entran sudores, porque después de las Lágrimas de vodka (leer capítulo anterior, please) temo que algo terrible vuelva a ocurrir en Jenner 5. Porque Rascafría, desde el día de la tremenda borrachera con vodka que agarró la madre de Ez (aunque los médicos lo siguen llamando intoxicación etílica) se ha vuelto una mujer asustadiza que me llama tres veces al día, y me da el parte médico como si yo fuera la prima del mismísimo doctor Marañon:
     -La señora desayunó: café, naranja, tostadas y luego tomó su medicina, cabal, verdad.
     -La señora almorzó: verduras pochadas y merluza a la plancha, y luego tomó su medicina, cabal, verdad.
    - La señora cenó… cabal, verdad. Señorita Regina, hágame el favor ¿cuándo vendrá usted por la casa?.

Y, ahí me mata la mucama, porque esa casa me quema como la lava  y me atrae como la misma vida.

Tal vez por eso, y porque no quiero volver a intoxicarme con  el E-330, voy a cenar este 31 de diciembre  con la madre de Ez y Rascafría.


Allá donde estés,
Feliz 2013, Amor.




  

  




  





  

  





jueves, 8 de noviembre de 2012

Lágrimas de Vodka



Capítulo 20


El lunes 5 de noviembre, Rascafría me llamó cinco veces al móvil. Y para que Rascafría (que es más seca que los sarmientos que se usan para prender fuego) me llamara por teléfono, era porque algo muy grave debía estar pasando en casa de Ez. ¡Y vaya si pasaba!.
Ez no está en Madrid, sus ojos y sus gafas no descansan ni un minuto  viendo película tras película en el Festival de Sevilla, y mientras Ez se deja las pestañas en los cines Nervión, su madre es la protagonista absoluta de un thriller de terror que empieza por la letra B…
Tan aturullada y nerviosa era la voz de Rascafría cuando habló conmigo, que no me lo pensé dos veces, cerré la panadería, me monte en mi vieja furgoneta, y a golpe de acelerador puse  rumbo a la calle Jenner.
Cuando Rascafría abrió la puerta, me pareció estar viviendo, en vivo y en directo, el capitulo de Cumbres Borrascosas en el que Catalina pierde el juicio después de estar dos día sin probar bocado suspirando por su amado Heathcliff. Porque, si la visión de Rascafría en camisón, sin peinar, con la cara desencajada y de un color verde cetrino, no fuera ya bastante mal presagio, la ristra de ajos que llevaba colgada del cuello y el olor pestilente que desprendían todas las habitaciones de la casa, era para vomitar y después más pronto que tarde salir corriendo.   

          -El demonio, la señora, el demonio ha mirado a la señora -me dijo nada más verme. Y sin dejar que me recuperara de las ganas de vomitar.  Me agarró de la mano y casi a rastras me llevó por el recibidor hasta el dormitorio de la madre de Ez.

El dormitorio de la madre de Ez está al final de un pasillo lleno de puertas de roble, que se suceden hasta desembocar en un enorme arco de escayola que te lleva hasta a un velador de una habitación enorme y espaciosa iluminada por un ventanal que da a un patio arbolado con cuatro naranjos.  Nunca pensé  que la casa de Ez fuera más bonita todavía de lo que era, pero la belleza, como la vida, guarda sorpresas. Porque de la visión relajante de aquel pequeño oasis cercado por la muralla de ladrillos rojos de los edificios vecinos, pasé a oír los gimoteos de un pequeño fardo negro que se movía y descubrí a la madre de Ez, tirada en el suelo, abrazada a un almohadón blanco lleno de puntillas al que mecía en estertores de llanto, mientras repetía una y otra vez, un único nombre: Pablo. Al tiempo que una botella de vodka vacía rodaba a su lado al ritmo de sus lágrimas.


Tardé más de cinco minutos en convencer a Rascafría de que la señora no estaba endemoniada. Y otros cinco minutos en lograr que me hiciera caso y tirara todos los ajos (unos cien aproximadamente) que había esparcido  por todos los rincones de la casa. Y mientras ella los iba metiendo en una bolsa de tela al tiempo que iba rezando una ave maría tras otra; llamé al 112  y pregunté por Ángel. No había vuelto a verle desde que Ez y yo empezamos nuestra historia, mejor dicho desde que yo como una mala perra dejé de llamarle, de cogerle el teléfono, incluso  borrara su móvil de la agenda de contactos del mío. Lo hice. ¿Por qué? Porque Ez ocupó mi corazón. Porque, también soy una cobarde, aunque explote como una gaseosa agitada llena de dinamita. Así que, con gran esfuerzo, marqué el número de emergencias, por la infinita lástima que sentía por la madre de Ez, que seguía abrazada a aquella almohada como si ese relleno de plumas envuelto en lino fuera el torso del mismísimo Paul Newman, y por acabar con la cara de terror de Rascafría, que una vez que hubo recogido todos los ajos, se quedó mirándome horrorizada, temiendo ser mordida por  el  conde Drácula.  Me comí mi vergüenza,  no le di más vueltas y llamé, pregunté por el psicólogo Ángel Yuste, y la fortuna quiso que Ángel no estuviera  en otro aviso, en otra calle, en otro barrio como el de Pan Bendito; un barrio donde verdaderamente las demencias están al cabo de la calle.  Impidiendo que algún yonqui se tirara desde el tejado si no le daban un bocadillo de mortadela. Al yonqui de la mortadela lo conocí bien, porque los meses que me estuve acostando con Ángel: noche sí, noche no, sonaba su busca de retén para pedirle información sobre el loco que se quería tirar del tejado. Y los días que estaba de guardia, Ángel compró de su dinero bastantes bocadillos, y compartió asiento con él entre las tejas rotas del tejado de la casa del loco.
Hasta que un día en el que Ángel estaba de vacaciones, el loco volvió a subirse al tejado, y bramó y pateó desde allí: que se tiraba y que se tiraba!.  Y esta vez no hubo nadie que le preguntase si tenía hambre. Y el loco con un chute en las venas  con más mierda que heroína rodó como una pelota vieja y sin aire por aquel tejado rojo, rodó hasta caer al vacío y explotarse la cabeza contra el suelo. Y esa noche tan asquerosa para Ángel, fue la noche en la que Ez y yo nos volvimos a ver después de  conocernos en el ascensor del Cine Proyecciones, e  hicimos el amor por primera vez, mientras mi teléfono zumbaba en silencio 20 veces. Y después de tener una noche de pasión y lujuria tres habitaciones más lejos de donde dormía la mucama y la madre de Ez. Cuando el aire que corría en la madrugada por la calle de Jenner me dio en la cara, miré el teléfono y leí el mensaje de Ángel:
                “Se acabaron los bocadillos de mortadela”.
Los del 112 tardaron en llegar una hora, mientras, la madre de Ez siguió abrazada a la almohada, dormitando y sosteniendo con la mano derecha la botella de vodka.  Cuando Ángel llegó, me miró pero no me dirigió la palabra, habló con Rascafría que seguía con su collar de ajos al cuello y tartamudeaba sin dejar de retorcer su preciosa trenza de pelo negro. Después de oírla, Ángel se sentó al lado de aquel despojo de perlas y seda negra que apestaba a vodka y a Opium, y empezó a hablarle con la voz enérgica de caramelo que yo conocía tan bien. Rascafría y yo salimos de la habitación, al cabo de una hora, la voz de la madre de Ez reclamaba un baño y comida. Ángel me dejó escrito un informe para el médico de cabecera,  le di las gracias y le acompañé a la puerta. Se despidió dándome los buenos días y se marchó con su ayudante escaleras abajo. Y entonces corrí tras él, para gritarle que me perdonara por los dos años de silencio. Pero mis pies se detuvieron antes de llegar  al portal, porque me di cuenta de que nadie perdona lo que pertenece al olvido... 





jueves, 25 de octubre de 2012

A veces juego...a veces pierdo...




Introducción al capítulo 20 

Un azulejo que se cae de la pared, un desconchón en el techo de mi microbaño; un grifo que gotea…
La tía Regina me solía decir: “cuando el diablo no tiene nada que hacer mata moscas con el rabo”.


Y si hasta el diablo, que lleva toda la eternidad inventándose  tentaciones para ver si los mortales le vendemos nuestra alma; se aburre y mata moscas…   


Yo, que soy una pobre panadera a la que su novio le ha quemado la pata; y se ha quedado este verano más colgada que las playeras que columpian los latin kings en los cables de los postes de la luz. ¿Qué diréis que he hecho para no salir corriendo detrás de Ezdwarz y decirle que le quería?.



Muy fácil, contratar a Nicolás Panduro (un albañil ecuatoriano, lento como la paciencia) para que me arreglara el cuarto de baño de mi casa. Y pasito a pasito, y a golpe de escoplo, Marcos se ha cargado el tabique que separa el baño del salón. Además, como la ley del hijo de Murphy suele acompañar a los desventurados (Panduro y yo, lo somos), resulta que  la tubería principal que recorre los escasos treinta y cinco metros cuadrados que tiene mi vivie
nda,  la guillotinó Panduro pensando que era un tubo de plomo inservible. Desde entonces, y van casi dos meses, mi casa es un almacén de cemento y yo pernocto donde me dejan y puedo.
La trastienda de la panadería se ha convertido en mi dormitorio. Ramiro, el maestro obrador, y dueño de la tahona, me ha dejado colocar allí un camastro de gomaespuma, duro como el cristal de roca, donde duermo. Encima de una vieja silla de madera he colocado todos mis afeites, y juro que  la silla parece el mismísimo  tocador de María Callas antes de salir a escena. Soy pobre, pero cremas y barras de labios no me faltan. Y a falta de mesilla de noche,  he rescatado una banasta de frutas vacía de un contenedor y ahí he apilado unos cuantos libros  que estoy leyendo en ratos perdidos.
Y los libros que desde el mes de agosto me acompañan en este destierro panadero y me hacen más cortas las noches son:

EL ARTE DE LA GUERRA/ Sun Tzu

<<Parece ser que vivir tiene mucho de estrategia, y yo estoy aprendiendo a guerrear>>

Ensayos sobre la vida sexual y la teoría de las neurosis/ Sigmund Freud

<<En mi corto entender, a Sigmund le estoy entendiendo mucho; pero tal vez yo sea carne de diván>>

Estética del cine/Jacques Aumont, Alain Bergala, Michel Marie, Marc Vernet

<< Sin Ez a mi lado tengo que seguir aprendiendo de cine por mi cuenta. Cada página me la leo cinco veces, sí, es muy denso El espacio fílmico>>


Bambi CONTRA Godzilla/David Mamet   
  
    <<Mamet es para Ez, lo que Julio César era para sus legiones romanas. Y  yo me declaro una legionaria de Mamet>>

Muchos libros, mucho tiempo ocupado y la cabeza hecha un trueno. El móvil suena, y Rascafría (la mucama de Ez) me llama una y otra vez… 


miércoles, 15 de agosto de 2012

La Hacker que no podía beber Fanta

Capítulo 19


Llevo días pirateando el ordenador de Ez. Lo sé,  sé que puedo ir a la cárcel por ello. Pero me encuentro en pura fase maniaca de mi bipolaridad y no me da ningún miedo pensar en unas puertas de acero anti misiles cerradas con control remoto, y siete geos apostados en la torre de  Alcalá Meco para que no me escape.  Cada vez que meto en el ordenador de Ez, gracias a las claves  que tan hábilmente  me ha descifrado el señor Abderramán, me sube un chute de adrenalina por la garganta que me deja colocada todo el día.  Y entonces, puede venir la polaridad negativa con diez cargas de electrones, me siento vivita y coleando.
Aunque todo no es alegría, cuando oigo la música de inicio de la pantalla del ordenador y veo una foto de El Perito Moreno, que es el lugar al que Ez quiere ir antes de morir, me entra una mezcla de alegría y dolor que me llena los ojos de lágrimas, pero a los dos segundos se evaporan, porque como he escrito anteriormente (exactamente, en el capítulo 18)  desde hace un mes mis lágrimas están secuestradas por Madame Serotonina, y ya no puedo llorar...
Pero a lo que iba, porque me enrollo más que como un estor veneciano y me voy perdiendo en cada grieta de tela hasta que mis neuronas se convierten en tránsfugas con una cuenta en las Islas Caimán.  
Hackeando, hackeando pienso descubrir antes que nadie las películas que se estrenan en la CARTELERA. Porque puedo renunciar a Ez, a sus besos, a su piel, que la tiene más fina que el papel de fumar porque se baña a lo japonés todos los días (sí, es un obseso del reciclaje, pero puede dejar seco el embalse de Lozoya con tantos baños de vapor). Puedo renunciar a su cálida voz; que fue realmente lo que me enamoró de él. Pero me es imposible  quedarme sin  la magia que deprende una pantalla de cine  y olvidarme de los  cientos de personajes que han compartido conmigo un pedazo de su vida. Es lo bonito que siempre tiene el cine:
El amor, y los los besos de otros acaban siendo tuyos, y el dolor de cada uno de los que te miran, también se hace un poco nuestro.
Y ahí van los los primeros estrenos que en mi batida virtual he descubierto:
Café de Floré
Dir: Jean-Marc Vallé

Estreno: 17 de agosto

Yo estoy enamorada del diastema dental de los paletos de Vanessa Paradis. A Ez, esta mujer, no le gusta nada, dice que es una diva y a él las divas no le van un pelo. Yo creo que lo dice porque hace dos años intentó entrevistarla y, ella y su agente, le tuvieron esperando al teléfono más 24 horas, para luego darle calabazas porque la actriz, modelo, cantante, estaba muy cansada después de participar en un concierto de rock.  Es lo que tiene ser una niña prodigio, y encima, francesa.
En Café de FloréV. Paradis interpreta a una humilde peluquera que lucha con uñas y dientes, en el París de los años sesenta, para sacar adelante a su hijo afectado con Síndrome de Down. La historia de esta madre coraje corre paralela en flash backs de tiempo con la vida de Antoine (Kevint Parent), un famoso DJ recién divorciado que vive en el Montreal actual.    

Qué cuenta: Lo necesario que es conseguir el perdón de aquellos que has amado, y del amor que uno se arrebata cuando no es capaz de perdonar.

Mi escena TOP: un baile, una canción, mientras las protagonistas escenifican sensualmente  las normas de aviación civil.



A Roma con amor

Dir: Woody Allen

Estreno: 21 de septiembre

En Estados Unidos, ciertas pasiones las llevan mal, rematadamente mal. Por este motivo creo que  Woody Allen es un triste profeta en su tierra. Allí, nadie entiende que un padre se enamore de su hija adoptiva, y si la hija adoptiva tiene 35 años menos que su progenitor; los defensores de la moral americana le ponen a esa historia de amor, un título muy poco romántico.
En cambio en la Vieja Europa, en cuestión de amores, perdonamos todo. Y es que nuestra historia está llena de hombres y mujeres  con pasiones muy atormentadas.
La reina Juana la loca (madre del Emperador Carlos V, el hombre que anexionó un Imperio en el que no se ponía el sol), estuvo vagando un año entero por los campos de Castilla acompañando el cadáver de su querido esposo; hasta que su padre, Fernando el Católico, la encerró en Tordesillas para siempre. En Inglaterra, Enrique VIII decapitó a varias esposas y reinas en nombre del deseo y la lujuria. Y si nos da por recordar lo que hicieron los Borgia en Italia, la cosa alcanza tintes pornográficos. Y no pongo más ejemplos porque el Viejo Continente tiene como dicen las ancianas majaretas de mi panadería: Mucha miga.
Y esa miga que lleva Europa en las entrañas, es la que hace que muchos europeos adoren el cine de W. Allen (yo también me incluyo) y lo hayan convertido en: El Profeta de las contradicciones del ser humano.

Siguiendo el tour turístico que inició Allen con Vicky Cristina Barcelona, Midnihgt en París; le tocaba el turno a la ciudad eterna…

Y en Roma, Woody Allen teje cuatro historias. Un amor naciente (Woody Allen). Un amor que se fractura por la llegada de alguien nuevo (Ellen Page y Jesse Eisenberg). Un amor cándido, que se consolida por el azar y la fuerza imparable del oficio más viejo del mundo (Penélope Cruz). Y por último una cruel sátira sobre la fama (Roberto Begnini).    

Qué cuenta: Nada nuevo que W. Allen no haya contado un montón de veces. El deseo de lo que no tenemos, y lo volátil que es el amor para los que llevan toda la vida tras él.

Mi escena TOP: Roberto Begnini paseando por las calles de Roma en busca de la fama que un día le abandonó.





viernes, 3 de agosto de 2012

Las mujeres que no amaban a los hombres


Regina Salander
Capítulo 18

Los seres humanos: “Somos puritita química”. No lo digo yo, lo pregona a los cuatro vientos toda la Comunidad Científica. No sé los años que les habrá costado a los científicos y científicas averiguarlo, ni los conejos, ratones, cobayas y chimpancés que se han llevado al otro barrio en ¿cientos, miles, millones? de experimentos para descubrir que nuestra vida está regulada  por concentraciones centesimales de substancias. Dopamina para el amor, Estrógenos para mejorar el apetito sexual de las mujeres, Testosterona, para aumentar la libido en  los hombres, Endorfinas para ser felices…
Luzdivina, mi  vecina del bajo E, dice con un aplomo  aplastante que somos un manojo de emociones, nos movemos por emociones, decidimos nuestra vida por emociones; y de vez en cuando la cabeza pega un frenazo y controla al corazón. Luzdivina pesa 120 kg, y ella solita come  más fast food que todo los habitantes de el Bronx  neoyorquino, y cada vez que piensa en un Big Mac de pollo gigante  sus papilas gustativas   empiezan a rapear al ritmo frenético de Eminem. Sí, tiene el colesterol malo por las nubes, y más pronto que tarde tendrá que  comer lechuga o brotes de soja para cenar, pero me temo que a Luzdivina  le  importa un rábano llegar  a la Tercera Edad.
 Yo no puedo estar más de acuerdo con Luzdivina,  porque para bien y para mal,  siento demasiado todo lo que me ocurre. Yo era una emoción andante, y gracias a los chutes de Serotonina que me ha recetado la Dra. Puerto, desde hace un mes me pasa un obús por encima y sólo pienso que el gorro que llevo en la cabeza me queda un poco pequeño.
Ahora, cuando me acuerdo de la última vez que vi a Ez; ya no se me encoge  el estómago, ni me empieza a subir una llamarada de calor por la garganta que hacía que  en menos de un segundo me pusiera a llorar sin consuelo.  Ahora, cuando me acuerdo de aquella última tarde en aquel parque, y mi memoria no para de mandarme flashbacks de amor <<eres mala, Memoria, muy mala; siempre te acuerdas de lo que te conviene>>,  no me siento contenta, triste, deprimida, eufórica. Estoy en un nirvana químico que hace que relativice mi vida tanto, qué parece que ya no sea la mía. Eso sí, el dolor se ha convertido en rabia, una rabia incontrolable, y la rabia  debe de ser para mi desgracia la única emoción que la Serotonina no tiene  controlada.
En pleno ataque de rabia, el día de San Fermín, me fui a la peluquería y le dije a Emilia, mi peluquera (una gaditana guapísima, que  a pesar de llevar veinte años en Madrid  cecea como si acabara de bajarse del Talgo Cádiz- Madrid),   que quería teñirme el pelo. Sí, con dos ovarios, y las neuronas de vacaciones le dije a Emilia que me tiñese de rubia platino. Y Emilia, que es una profesional del cabello como la copa de un pino (aunque su peluquería esté en un barrio periférico) me contestó: never, never. Qué mi pelo era más negro que el azabache y que para conseguir un tono rubio me lo tenía que achicharrar con 80 volúmenes de agua oxigenada; y que ella no se hacía responsable de tal desastre.
     
Y poniéndose el peine en la oreja, Emilia,  se me quedó mirando con la misma mirada de lástima  con la que  miro yo a las viejas majaretas que van a la panadería con la ropa puesta del revés. Como a Emilia no logré convencerla, aunque le juré y perjuré que mi cambio de imagen estaba, muy, muyyy meditado;  me fui corriendo a ver a Chiqui, una mujer argentina  que vende productos de peluquería al por mayor en una tiendecita que hay al lado de mi casa. Chiqui, sin preguntarme ni mú,  en tres minutos me llenó el bolso con tres sobres de polvos decolorador, un litro de agua oxigenada, unos guantes  y una brocha. Y, tras dejar el lavabo de mi casa como si fuera una petroquímica a punto de explotar, porque el ungüento que me puse en la cabeza apestaba a  azufre y a huevos podridos, me he dejado la cabellera  a lo Fanny pelopaja. Mi deseo era conseguir  una melena   tan preciosa como la que tiene la rubia con nariz de cerdito, pero mis genes bereberes no han podido igualarse con los purísimos genes sajones de la rubia, y mis rizos color de la antracita  se han convertido en largas tiras de estropajo de esparto. 
¡Ay!, pero  sarna con gusto no pica, y este cambio de imagen a lo Mae West ha sacado del armario mi lado más oscuro. Tan oscuro, que  he cambiado mis vestidos vaporosos por unos vaqueros ceñidos, una camisa blanca y me he atado al pelo una bandana roja  y poseída por el espíritu rebelde  de una  de las mujeres que se puso al mundo y a  Hollywood por montera; me he  comprado un paquete de tabaco.
 << Voy a volver a fumar, Ez. Si a ti ya no te importan mis pulmones, a mí tampoco>>
Fumando y haciendo volutas de humo a lo E. G. Robinson he entrado en el garito de móviles de Abderramán. La verdad es que Abderramán es un marroquí algo atípico, su tienda está llena de varitas de incienso que prende constantemente y tiene un  pequeño altar budista al lado de un montón de aparatos de radio escacharrados. Su físico me recuerda a Omar Sharif, pero me apuesto un ramadán entero, que este hombre alto, de barba canosa, nariz de Aladino es un espía que cansado de tanta misión en Oriente Medio ha venido a acabar sus días en un barrio desconocido. A ver... de qué modo  te explicas que con una sola dirección de correo, Abderramán haya conseguido descifrar las contraseñas de todas las cuentas de mi querido y amado Ezdward.
 Sí, Regina Bató, gracias a los sesenta euros que le ha pagado a  Abderramán, se ha convertido en una "Hacker" (igualita que la sueca Lisbeth Salander) y ha conseguido entrar en todas las cuentas de Ezdward Tamer Dudac (los apellidos de Ez están en clave, Abderramán no deja ningún cabo suelto, por si hay moros en la costa).
Continuara… 



martes, 19 de junio de 2012

Te recuerdo Ezdward...la calle mojada



Capítulo 17


Hace dos semanas intenté suicidarme con un Aquarius de naranja (no, no es ninguna broma, soy alérgica al colorante E-330), pero en cuanto me empezaron a picar los ojos, y me vi con las manos llenas de ronchas rojas me faltó valor y me fui corriendo al  Centro de Salud de mi barrio. Tuve mucha suerte, porque la Dra. Puerto  estaba de guardia, y no tuve la necesidad de  contarle  a un extraño el modo tan patético que había elegido para acabar con mi vida.  

Después de mi intento de suicidio con el E-330, Puerto me ha subido la dosis de Seroxat y ha añadido al tratamiento medio Orfidal por la mañana, que me deja clavada al suelo,  y medio por la noche, que hace que duerma como una oveja. En vez de balar,  me despierto a las cuatro de la mañana como si fuera una madeja de algodón deshilachada. Doy tres vueltas en la cama, me levanto, bebo agua, me vuelvo a meter en la cama y me pongo a llorar aterrorizada babeando el embozo de la sábana como si tuviera tres años y hubiera visto entrar al tío Camuñas por la ventana. Sinceramente, a día de hoy,  todavía no se quién coño  era el tío ese. Pero en el Raval, en invierno, cuando jugabas en la calle y se acercaban las nueve de la noche, las madres salían de  sus casas coreando a gritos:

“¡Niñas, a casa que está a punto de llegar el tío Camuñas!”.

Y el tío Camuñas debía ser malo, pero muy malo, porque salíamos   corriendo como perdices escopeteadas hacia nuestras guaridas.
  En Barcelona había noches en las que tampoco dormía,  me acordaba de mi madre, y aunque quería mucho a mi tía Regina no terminaba de entender porqué me pasaba tanto tiempo sin ver a mis padres. Pero en aquel tiempo no lloraba, abría los ojos en la oscuridad y esperaba que me llegara de nuevo el sueño mientras oía corretear a las ratas por el techo de vigas de madera de la casa de la tía Regina. A falta del entretenimiento con las ratas (en mi apartamento no hay ratas, no hay vigas de madera), sigo babeando y sin dormir desde las 04:00am horas. Y, si una es bipolar durmiendo ocho horas diarias, sin dormir soy: unipolar perdida.
Ayer, le  mandé un SMS a Ez necesitaba verle. Otra vez tengo el ánimo por los suelos,  hace  días me sorprendí a mi misma pensando en  cortarme las venas y dejarme desangrar encima de la cama. Me horrorizó la escena, lo admito, pero lo que más me horrorizó fue que, después de las venas, vino la lejía, y después la espita del gas, y después… sentí miedo, un miedo atroz  a morirme sin haberme despedido de Ez. Verdad es, que cuando su mucama me largó que Ez  y la rubia con nariz de cerdito tenían conexiones epidérmicas a mis espaldas..., le monte un pollo, mejor dicho le monté una granja avícola a Ez con más gritos que pío, pío. Y no es  que no se lo mereciera, se lo merecía, y mucho. 
Pero si yo  desaparezco de esta vida, me apuesto el cuello de la otra (si la hay) que Ez no levanta cabeza. Por eso,  ayer quedé con Ez en un parque que está muy cerca de su trabajo.  Llegó muy serio, con esa seriedad que se le pone en el entrecejo cuando no quiere que nadie sepa lo que  está pensando. Yo  me senté a su lado, con la misma sonrisa de niña buena que me sale del alma  cuando estoy a punto de traspasar el estado de "sólido a liquido”.
Pero él siguió mirándome con cara de perro. No le había hecho ninguna gracia que lo llamara; cuando yo  he estado ignorando sus llamadas y sus mensajes durante meses. 
Ez estaba mosca, esperaba que le montara un numerito de celos, o que le dijera que mi amor por él era infinito. Pero yo no podía decirle la verdad, y mi verdad era:
  “Déjame estar a tu lado un momento, porque tengo miedo de no verte nunca más”.
Decirle eso, no hubiera sido nada justo, porque si Ez se entera de las malditas ganas de vivir que tengo, se habría puesto  de rodillas y me habría jurado que jamás se alejaría de mí. Y esa sería la mentira más gorda que Ez habría dicho en su vida. 
Porque,  las pocas ganas de vivir que tengo son por todos los años que estuve sin mis padres, por los años que estuve con el insípido, y por las chirucas rotas. Y sí, no voy a negar que sigo enamorada de Ez aunque lo haya echado de mi vida. Pero nadie se merece que lo  amen por puritita pena. 
Así que no le he dicho ni una sola palabra, ni de amor, ni de muerte. Sólo he escuchado sus reproches por no ponerme al teléfono, por no contestarle ni un solo correo; y cuando ha terminado de hablar le he mirado a los ojos y le he dicho adiós. Y mientras Ez se ha quedado sentado en un banco, me he ido alejando de allí andando muy despacito. Y   cuando he llegado a primera esquina de una calle me he  metido en un portal, me he sentado en los escalones de la entrada y, afortunadamente nadie, nadie, ha aparecido en el cuarto de hora que he estado agarrada a mi cabeza para que no me abandonara.
 Cuando he tomado el metro camino de mi casa un hombre sin trabajo, sin nariz, sin pelo, con la cara completamente quemada y con una visera burdeos ha entrado en el vagón pidiendo dinero. Su cara de pesadilla me ha tambaleado de arriba abajo, y he estado a punto de darle el bolso, pero no lo he hecho.

 ¿Por qué lloras Regina? Me he preguntado a mi misma entre dientes cuando abría la puerta de mi casa:

 "¡Es tan triste ver a un corazón muerto!".
  
 



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lunes, 4 de junio de 2012

Paul Newman, ojalá estés en los cielos



Capítulo 16


En mi barrio no hay Corte Inglés, ni siquiera una tienda grande que se le parezca. Lo más parecido a una gran superficie que tenemos  es un almacén chino. Antes de que Hao Lin comprara el local -lo llenara de muñecas, barreños de plástico, apestosos disfraces de goma, y  cientos de cachivaches que no sirven para nada y son altamente tóxicos- , en ese local había unos billares .
 A mí aquellos billares me volvían loca, porque a pesar de tener las paredes desconchadas, y el suelo con más socavones que el empedrado de la calle, una pequeña estela de lujo recorría como un relámpago la superficie pulida y metálica de la barra de Zinc del bar, hasta que se desvanecía en un oscuro reflejo sobre las enormes mesas de madera.             
 
 Aquel sótano olía a humo, a humedad, a cerveza agria, a Agua Brava y a un tabaco de pipa que dejaba impregnado el ambiente con un denso aroma a chocolate que casi no me dejaba respirar. Me gustaba oír el claqueteo de las bolas deslizándose por los tapetes verdes de fieltro. Y cada vez que en alguna mesa se hacía una carambola, el júbilo del ganador y sus seguidores me trasportaban a otro lugar que se parecía mucho a una pantalla de cine llena de gente feliz. Yo iba allí por eso, otros, incluido el insípido jugaban para olvidar su vida y algunos, sencillamente, se  la buscaban.


 Todo el barrio ha pasado por los billares de Paulino el tonto. Qué de tonto no tenía nada, pero este calificativo se lo repetía él mismo cada cinco minutos cuando algún listillo quería ser más listo todavía.
            -Chico, ¿tú te crees que soy tonto?
Esta era la frase que más se le oía repetir a lo largo del día y de la noche. Porque Paulino el tonto se pasaba en los billares desde las once de la mañana que abría hasta las dos de la mañana que cerraba; pero no probaba ni una gota de alcohol, sólo bebía  litros de agua tónica. Mas de una noche ha corrido el bulo por el barrio de que Paulino flotaba y no tocaba el suelo por tanta burbuja que bebía. En mi barrio las leyendas urbanas siempre han estado a la orden del día. Y como salir del barrio requiere un esfuerzo considerable (todavía hasta el día de hoy), porque ni el metro ni el autobús quedan a menos de ochocientos metros de la última casa habitada; la gente camino del metro se imagina las cosas más variopintas. Sin ir más lejos, el fantasma de la niña muerta que se mató en una curva en la carretera de La Coruña se aparece noche sí, y noche también en una calle que hace chaflán con la única avenida que separa el barrio de las vías del tren.  Eso es lo que cuentan la mayoría de mis vecinos, hasta yo misma he creído verla una de las noches que llegaba a casa de madrugada (las panaderas también trasnochamos). Además de las leyendas de muertos y aparecidos, también tenemos  leyendas sobre animales . Si en un Mac Donald’s ¿quién sabe donde?  apareció una rata muerta dentro de una hamburguesa; en el bazar de Hou Lin ha aparecido la misma rata, pero esta vez en el interior de una bolsa de patatas fritas.
Dudo mucho de que las bolsas de patatas fritas que vende Hou Lin traigan como sorpresa  una  rata muerta. Pero estoy  segura de que todos los productos que vende son más inflamables que el keroseno que utiliza  Harry el sucio (1971, Don Siegel) para prenderle fuego a los coches de los malos.
Yo creo que uno de los motivos por los que dejé de fumar, no fue por lo pesado que se puso Ez con la salud y mis pulmones,  sino por la proximidad de mi casa al bazar de Hou Lin.

Para Ez, una de sus películas favoritas es EL buscavidas (1961,Robert Rossen), le pirra el gordo de Minnesota (yo tuve la suerte de verla por primera vez con él), y comprobé que de perdidos y perdedores (guapos y feos) está el mundo lleno,  y aunque trabajen o jueguen al billar: el hombre sigue estando igual de extraviado que el día que Dios le quitó una costilla a Adán para darle una mujer. Y con el permiso de Dios, me atrevo a preguntarme: ¿Será esa puñetera costilla la razón de que las mujeres no entendamos a los hombres?

Y hablando de hombres:
 Ez está que trina con tanta corrupción, tanta crisis. El espíritu del 15 M ha calado hondo  en su corazón, y  ha dejado de coger taxis (Ez no sabe conducir). Ahora se pasa el día pedaleando..., yendo de los pases de prensa a la redacción del periódico  montado en una bicicleta de carreras verde pistacho y con un sombrero, borsalino negro, en la cabeza. Se ha dejado el pelo largo, y se parece mucho al chico de 19 años de cara lánguida que tiene su madre enmarcado en una fotografía encima  de la cómoda isabelina que hay en el cuarto de estar de su casa.

No, yo no lo he visto. No veo a Ez desde que me quemó la pata.
Mi fuente de información no puede ser más fidedigna y cercana: Rascafría, su mucama. Esa mujer, cleptómana de los móviles ajenos, que cumple siempre a rajatabla sin premeditación ni alevosía aquello de:

“Que tu mano derecha, no sepa lo que hace la izquierda”


Newman, Scorsese, Cruise, Clapton... gracias por El color del dinero, 1986. 

jueves, 17 de mayo de 2012

Carne de secta



Capítulo 15


A lo largo de mi vida he sido carne de secta en dos ocasiones: una a los pocos meses de romper las chirucas corriendo, y la otra en estos mismísimos momentos.
La carne de secta huele, y no a podrido precisamente, tiene un olor característico entre cordero lechal y cabritillo recién nacido. Los captadores de infelices y desarraigados de la vida tienen la pituitaria entrenada de tal forma que la huelen a km y km como si fueran coyotes en pleno desierto de Arizona (“pido perdón a los coyotes porque ellos solo comen cuando están hambrientos y no se dedican a traficar con los cerebros y los dineros de los pobres de corazón”).
A los pocos meses de que el insípido saliera de nuestras vidas y nos quedáramos solas me entró mi primer bajón depresivo.
Salía a la calle y era como si no la viera, como si el cielo fuera un techo de hojalata azul y las calles la alfombra de un desierto interminable de cemento. Nada de lo que antes me hacía feliz estaba en esa caja metálica. Mi cabeza estaba tan llena de tristeza que dejé de ver a las amigas del barrio, dejé de peinarme, y dejé de ir al colegio de monjas, donde mi madre trabajaba como cocinera, porque ni siquiera era capaz de atarme bien los cordones de los zapatos.
Sor Delfina, la directora del colegio llamó a mi madre a la semana de  no aparecer por clase para preguntarle por todas mis faltas de asistencia. Ni mi madre ni yo fuimos capaces de decirle la verdad a Sor Delfina. Aunque las ojeras que me llegaban hasta las rodillas estuvieran pidiendo a gritos que alguien que no fuera mi madre me preguntara lo que me pasaba. Y con el título de vaga redomada en mi cartera dejé los estudios un  22 de mayo a un mes de acabar 2º de BUP. Regresé a Barcelona, al Raval, y a volví a ver a la tía Regina. Mi madre pensó que estar lejos de Madrid se llevaría mi pena, y yo deseaba con todas mis fuerzas volver a  recuperar algo de ilusión con la propuesta de aquel viaje.
Pero la tía Regina seguía siendo la tía Regina para bien o para mal. Para bien, porque aunque sabía por mi madre lo que me había pasado con el insípido; no me preguntó nunca ni una sola palabra sobre el tema, y para mal, porque a pesar de sus vestidos modernos, sus peinados a la última moda y su apuesto capitán de caballería se había casado con un policía municipal de Hospitalet de LLobregat, que era más serio que una corona de crisantemos blancos. Mi tía pasaba de aquel policía, millas y millas, pasaba de su nuevo papel de casada, y aunque el cine seguía siendo la pasión de su vida ahora había descubierto una nueva afición que la tenía todo el día en la calle: poner cachondos a la mitad de los tenderos del barrio.   
Aunque la tía Regina se esforzaba en alegrarme la vida como podía, la cruda verdad era que sus excursiones de ligoteo la tenían bastante absorbida el sexo, y a los quince días de estar en Barcelona ya me aburría más que una ostra “goda”. Cuando  empezaba a estar más que harta de las idas y venidas de la tiíta, entonces, entró en juego Consolación, una mujer de edad indefinida dulce y amable, vecina de mi tía, que resulto ser una Hannibal Lecter de la Iglesia Apostólica y Romana.
Consolación venía a verme cada tarde, después de la hora del café y se sentaba a mi lado para hablarme de literatura, hasta que de los libros y de las poesías de Machado y Bécquer pasó al espíritu, y poco a poco, hora a hora, tarde a tarde consiguió a base de elogios, de cumplidos rellenos de azúcar glass, que el asco que yo sentía por mí misma fuera desapareciendo.  Hasta que un día me encontré mirando por la mirilla de la puerta de la calle para ver si Consolación subía el tramo de escaleras que separaba su casa de la de la tía Regina.   De la mirilla de la puerta de la tía Regina pasé al tresillo verde de eskay verde oliva de Consolación, donde sentada, me pasaba el tiempo devorando libros y más libros, de aventuras,  de países exóticos, y otros, en su mayoría de vidas de Santos.  Hasta que una tarde en la que estaba leyendo un ejemplar sobre la vida de Santa Rosa de Lima, apareció por la casa de Consolación el padre Tomás, un cura con cara de bonachón, que no se cortó un pelo en darme unas soberanas turras sobre el cielo, el demonio, y las tentaciones a las que todo mortal estábamos sometidos por el hecho de ser hijos de Dios. Y charla va, charla viene me fui convirtiendo en una mojigata que iba a misa a diario, descosía los bajos de las faldas para que le quedaran más largas y llevaba el pelo recogido en un moño bajo. Hasta que un día el cara de vinagre de mi tío, que no se le escapaba ni el volar de una mosca, (para eso era policía municipal de los que iban en moto) encontró un pedrusco en uno de mis zapatos, (el padre Tomás llevaba dos piedras dentro de cada zapato, para no pecar); y tras una larga discusión con la tía Regina, que tenía la cabeza en la cartelera, y no en su casa, decidieron ponerme un billete de tren en la boca y mandarme de ipso-facto a Madrid para que el Padre Tomás, Consolación y la Santa Orden del Opus Dei me dejaran de comer la cabeza.

Hoy, camino de la panadería he querido quedarme sentada en un banco y no levantarme hasta el día del Apocalipsis, porque me siento  como un lagarto de vacaciones en el Ártico. Me muevo  como si llevara un bidón de gasolina encima de la cabeza, pero lleno de arena.  Ramiro (sí, el maestro obrador palabrotero) me  ha tenido que traer un café triple del bar de la esquina, y a los quince minutos de bebérmelo he podido andar unos pasos.
 Cuando estaba a punto de volver en mí, la cafeína me ha jugado una mala pasada y he empezado a ver estrellas por el ojo derecho y luces rojas por el izquierdo; y en pleno trance de ceguera  ha venido a comprar pan,Luisa, una mujer que ya no cumple los setenta y que usa como fondo de armario un container de ropa usada. Esta mañana venía disfrazada de los Angeles Lakers con una camisa trasparente  en amarillo con el número 24 grabado en la espalda; y en vez de botas de baloncesto llevaba puestas unas sandalias naranjas que resaltaban, más si cabe, la piel color leche de camella de sus piernas. Y ante tal visión por fin han brotado las palabras de mi boca y he murmurado entre sollozos:
    ¿Padre Tomás, le sobra algún pedrusco?