Regina Salander
Capítulo 18
Los seres humanos: “Somos puritita química”. No lo digo yo, lo
pregona a los cuatro vientos toda la Comunidad
Científica. No sé los años que les habrá costado a los científicos y científicas averiguarlo, ni los conejos, ratones, cobayas y chimpancés que se
han llevado al otro barrio en ¿cientos,
miles, millones? de experimentos para descubrir que nuestra vida está regulada por concentraciones centesimales de
substancias. Dopamina para el amor, Estrógenos para mejorar el apetito
sexual de las mujeres, Testosterona,
para aumentar la libido en los hombres, Endorfinas para ser felices…
Luzdivina, mi vecina del bajo E, dice con un aplomo aplastante que somos un manojo de emociones,
nos movemos por emociones, decidimos nuestra vida por emociones; y de vez en
cuando la cabeza pega un frenazo y controla al corazón. Luzdivina pesa 120 kg, y
ella solita come más fast food que todo
los habitantes de el Bronx neoyorquino, y
cada vez que piensa en un Big Mac de pollo gigante sus papilas gustativas empiezan a rapear al ritmo frenético de Eminem.
Sí, tiene el colesterol malo por las
nubes, y más pronto que tarde tendrá que comer lechuga o brotes de soja para cenar,
pero me temo que a Luzdivina le importa un rábano llegar a la Tercera Edad.
Yo no puedo estar más de acuerdo con Luzdivina, porque para bien y para mal, siento
demasiado todo lo que me ocurre. Yo era una emoción andante, y gracias a los
chutes de Serotonina que me ha
recetado la Dra. Puerto, desde hace un mes me pasa un obús por encima y sólo
pienso que el gorro que llevo en la cabeza me queda un poco pequeño.
Ahora, cuando me acuerdo de la
última vez que vi a Ez; ya no se me encoge
el estómago, ni me empieza a subir una llamarada de calor por la
garganta que hacía que en menos de un
segundo me pusiera a llorar sin consuelo. Ahora, cuando me acuerdo de aquella última
tarde en aquel parque, y mi memoria no para de mandarme flashbacks de amor <<eres mala, Memoria, muy mala;
siempre te acuerdas de lo que te
conviene>>, no me siento
contenta, triste, deprimida, eufórica. Estoy en un nirvana químico que hace que
relativice mi vida tanto, qué parece que ya no sea la mía. Eso sí, el dolor se
ha convertido en rabia, una rabia incontrolable, y la rabia debe de ser para mi desgracia la única emoción
que la Serotonina no tiene controlada.
En pleno ataque de rabia, el
día de San Fermín, me fui a la
peluquería y le dije a Emilia, mi peluquera (una gaditana guapísima, que a pesar de llevar veinte años en Madrid cecea como si acabara de bajarse del Talgo Cádiz-
Madrid), que quería teñirme el pelo. Sí, con dos
ovarios, y las neuronas de vacaciones le dije a Emilia que me tiñese de rubia
platino. Y Emilia, que es una profesional del cabello como la copa de un pino
(aunque su peluquería esté en un barrio periférico) me contestó: never, never.
Qué mi pelo era más negro que el azabache y que para conseguir un tono rubio me
lo tenía que achicharrar con 80 volúmenes de agua oxigenada; y que ella no se
hacía responsable de tal desastre.
Y poniéndose el peine en la
oreja, Emilia, se me quedó mirando con
la misma mirada de lástima con la
que miro yo a las viejas majaretas que
van a la panadería con la ropa puesta del revés. Como a Emilia no logré
convencerla, aunque le juré y perjuré que mi cambio de imagen estaba, muy, muyyy
meditado; me fui corriendo a ver a
Chiqui, una mujer argentina que vende
productos de peluquería al por mayor en una tiendecita que hay al lado de mi
casa. Chiqui, sin preguntarme ni mú, en
tres minutos me llenó el bolso con tres sobres de polvos decolorador, un litro
de agua oxigenada, unos guantes y una
brocha. Y, tras dejar el lavabo de mi casa como si fuera una petroquímica a
punto de explotar, porque el ungüento que me puse en la cabeza apestaba a azufre y a huevos podridos, me he dejado la
cabellera a lo Fanny pelopaja. Mi deseo
era conseguir una melena tan
preciosa como la que tiene la rubia con nariz de cerdito, pero mis genes bereberes
no han podido igualarse con los purísimos genes sajones de la rubia, y mis
rizos color de la antracita se han
convertido en largas tiras de estropajo de esparto.
¡Ay!, pero sarna con gusto no pica, y este cambio de imagen a lo Mae West ha sacado del armario mi lado más oscuro. Tan oscuro, que he cambiado mis vestidos vaporosos por unos vaqueros ceñidos, una camisa blanca y me he atado al pelo una bandana roja y poseída por el espíritu rebelde de una de las mujeres que se puso al mundo y a Hollywood por montera; me he comprado un paquete de tabaco.
¡Ay!, pero sarna con gusto no pica, y este cambio de imagen a lo Mae West ha sacado del armario mi lado más oscuro. Tan oscuro, que he cambiado mis vestidos vaporosos por unos vaqueros ceñidos, una camisa blanca y me he atado al pelo una bandana roja y poseída por el espíritu rebelde de una de las mujeres que se puso al mundo y a Hollywood por montera; me he comprado un paquete de tabaco.
<< Voy a volver a fumar, Ez.
Si a ti ya no te importan mis pulmones, a mí tampoco>>
Fumando y haciendo volutas de
humo a lo E. G. Robinson he entrado en el garito de móviles de Abderramán. La
verdad es que Abderramán es un marroquí algo atípico, su tienda está llena de
varitas de incienso que prende constantemente y tiene un pequeño altar budista al lado de un montón de
aparatos de radio escacharrados. Su físico me recuerda a Omar Sharif, pero me apuesto un
ramadán entero, que este hombre alto, de barba canosa, nariz de Aladino es un
espía que cansado de tanta misión en Oriente Medio ha venido a acabar sus días
en un barrio desconocido. A ver... de qué modo te
explicas que con una sola dirección de correo, Abderramán haya conseguido
descifrar las contraseñas de todas las cuentas de mi querido y amado Ezdward.
Sí, Regina Bató, gracias a los sesenta euros
que le ha pagado a Abderramán, se ha
convertido en una "Hacker" (igualita que la sueca Lisbeth Salander) y ha conseguido entrar en todas las cuentas de Ezdward Tamer
Dudac (los apellidos de Ez están en clave, Abderramán no deja ningún cabo
suelto, por si hay moros en la costa).
Continuara…
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