viernes, 3 de agosto de 2012

Las mujeres que no amaban a los hombres


Regina Salander
Capítulo 18

Los seres humanos: “Somos puritita química”. No lo digo yo, lo pregona a los cuatro vientos toda la Comunidad Científica. No sé los años que les habrá costado a los científicos y científicas averiguarlo, ni los conejos, ratones, cobayas y chimpancés que se han llevado al otro barrio en ¿cientos, miles, millones? de experimentos para descubrir que nuestra vida está regulada  por concentraciones centesimales de substancias. Dopamina para el amor, Estrógenos para mejorar el apetito sexual de las mujeres, Testosterona, para aumentar la libido en  los hombres, Endorfinas para ser felices…
Luzdivina, mi  vecina del bajo E, dice con un aplomo  aplastante que somos un manojo de emociones, nos movemos por emociones, decidimos nuestra vida por emociones; y de vez en cuando la cabeza pega un frenazo y controla al corazón. Luzdivina pesa 120 kg, y ella solita come  más fast food que todo los habitantes de el Bronx  neoyorquino, y cada vez que piensa en un Big Mac de pollo gigante  sus papilas gustativas   empiezan a rapear al ritmo frenético de Eminem. Sí, tiene el colesterol malo por las nubes, y más pronto que tarde tendrá que  comer lechuga o brotes de soja para cenar, pero me temo que a Luzdivina  le  importa un rábano llegar  a la Tercera Edad.
 Yo no puedo estar más de acuerdo con Luzdivina,  porque para bien y para mal,  siento demasiado todo lo que me ocurre. Yo era una emoción andante, y gracias a los chutes de Serotonina que me ha recetado la Dra. Puerto, desde hace un mes me pasa un obús por encima y sólo pienso que el gorro que llevo en la cabeza me queda un poco pequeño.
Ahora, cuando me acuerdo de la última vez que vi a Ez; ya no se me encoge  el estómago, ni me empieza a subir una llamarada de calor por la garganta que hacía que  en menos de un segundo me pusiera a llorar sin consuelo.  Ahora, cuando me acuerdo de aquella última tarde en aquel parque, y mi memoria no para de mandarme flashbacks de amor <<eres mala, Memoria, muy mala; siempre te acuerdas de lo que te conviene>>,  no me siento contenta, triste, deprimida, eufórica. Estoy en un nirvana químico que hace que relativice mi vida tanto, qué parece que ya no sea la mía. Eso sí, el dolor se ha convertido en rabia, una rabia incontrolable, y la rabia  debe de ser para mi desgracia la única emoción que la Serotonina no tiene  controlada.
En pleno ataque de rabia, el día de San Fermín, me fui a la peluquería y le dije a Emilia, mi peluquera (una gaditana guapísima, que  a pesar de llevar veinte años en Madrid  cecea como si acabara de bajarse del Talgo Cádiz- Madrid),   que quería teñirme el pelo. Sí, con dos ovarios, y las neuronas de vacaciones le dije a Emilia que me tiñese de rubia platino. Y Emilia, que es una profesional del cabello como la copa de un pino (aunque su peluquería esté en un barrio periférico) me contestó: never, never. Qué mi pelo era más negro que el azabache y que para conseguir un tono rubio me lo tenía que achicharrar con 80 volúmenes de agua oxigenada; y que ella no se hacía responsable de tal desastre.
     
Y poniéndose el peine en la oreja, Emilia,  se me quedó mirando con la misma mirada de lástima  con la que  miro yo a las viejas majaretas que van a la panadería con la ropa puesta del revés. Como a Emilia no logré convencerla, aunque le juré y perjuré que mi cambio de imagen estaba, muy, muyyy meditado;  me fui corriendo a ver a Chiqui, una mujer argentina  que vende productos de peluquería al por mayor en una tiendecita que hay al lado de mi casa. Chiqui, sin preguntarme ni mú,  en tres minutos me llenó el bolso con tres sobres de polvos decolorador, un litro de agua oxigenada, unos guantes  y una brocha. Y, tras dejar el lavabo de mi casa como si fuera una petroquímica a punto de explotar, porque el ungüento que me puse en la cabeza apestaba a  azufre y a huevos podridos, me he dejado la cabellera  a lo Fanny pelopaja. Mi deseo era conseguir  una melena   tan preciosa como la que tiene la rubia con nariz de cerdito, pero mis genes bereberes no han podido igualarse con los purísimos genes sajones de la rubia, y mis rizos color de la antracita  se han convertido en largas tiras de estropajo de esparto. 
¡Ay!, pero  sarna con gusto no pica, y este cambio de imagen a lo Mae West ha sacado del armario mi lado más oscuro. Tan oscuro, que  he cambiado mis vestidos vaporosos por unos vaqueros ceñidos, una camisa blanca y me he atado al pelo una bandana roja  y poseída por el espíritu rebelde  de una  de las mujeres que se puso al mundo y a  Hollywood por montera; me he  comprado un paquete de tabaco.
 << Voy a volver a fumar, Ez. Si a ti ya no te importan mis pulmones, a mí tampoco>>
Fumando y haciendo volutas de humo a lo E. G. Robinson he entrado en el garito de móviles de Abderramán. La verdad es que Abderramán es un marroquí algo atípico, su tienda está llena de varitas de incienso que prende constantemente y tiene un  pequeño altar budista al lado de un montón de aparatos de radio escacharrados. Su físico me recuerda a Omar Sharif, pero me apuesto un ramadán entero, que este hombre alto, de barba canosa, nariz de Aladino es un espía que cansado de tanta misión en Oriente Medio ha venido a acabar sus días en un barrio desconocido. A ver... de qué modo  te explicas que con una sola dirección de correo, Abderramán haya conseguido descifrar las contraseñas de todas las cuentas de mi querido y amado Ezdward.
 Sí, Regina Bató, gracias a los sesenta euros que le ha pagado a  Abderramán, se ha convertido en una "Hacker" (igualita que la sueca Lisbeth Salander) y ha conseguido entrar en todas las cuentas de Ezdward Tamer Dudac (los apellidos de Ez están en clave, Abderramán no deja ningún cabo suelto, por si hay moros en la costa).
Continuara… 



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