jueves, 8 de noviembre de 2012

Lágrimas de Vodka



Capítulo 20


El lunes 5 de noviembre, Rascafría me llamó cinco veces al móvil. Y para que Rascafría (que es más seca que los sarmientos que se usan para prender fuego) me llamara por teléfono, era porque algo muy grave debía estar pasando en casa de Ez. ¡Y vaya si pasaba!.
Ez no está en Madrid, sus ojos y sus gafas no descansan ni un minuto  viendo película tras película en el Festival de Sevilla, y mientras Ez se deja las pestañas en los cines Nervión, su madre es la protagonista absoluta de un thriller de terror que empieza por la letra B…
Tan aturullada y nerviosa era la voz de Rascafría cuando habló conmigo, que no me lo pensé dos veces, cerré la panadería, me monte en mi vieja furgoneta, y a golpe de acelerador puse  rumbo a la calle Jenner.
Cuando Rascafría abrió la puerta, me pareció estar viviendo, en vivo y en directo, el capitulo de Cumbres Borrascosas en el que Catalina pierde el juicio después de estar dos día sin probar bocado suspirando por su amado Heathcliff. Porque, si la visión de Rascafría en camisón, sin peinar, con la cara desencajada y de un color verde cetrino, no fuera ya bastante mal presagio, la ristra de ajos que llevaba colgada del cuello y el olor pestilente que desprendían todas las habitaciones de la casa, era para vomitar y después más pronto que tarde salir corriendo.   

          -El demonio, la señora, el demonio ha mirado a la señora -me dijo nada más verme. Y sin dejar que me recuperara de las ganas de vomitar.  Me agarró de la mano y casi a rastras me llevó por el recibidor hasta el dormitorio de la madre de Ez.

El dormitorio de la madre de Ez está al final de un pasillo lleno de puertas de roble, que se suceden hasta desembocar en un enorme arco de escayola que te lleva hasta a un velador de una habitación enorme y espaciosa iluminada por un ventanal que da a un patio arbolado con cuatro naranjos.  Nunca pensé  que la casa de Ez fuera más bonita todavía de lo que era, pero la belleza, como la vida, guarda sorpresas. Porque de la visión relajante de aquel pequeño oasis cercado por la muralla de ladrillos rojos de los edificios vecinos, pasé a oír los gimoteos de un pequeño fardo negro que se movía y descubrí a la madre de Ez, tirada en el suelo, abrazada a un almohadón blanco lleno de puntillas al que mecía en estertores de llanto, mientras repetía una y otra vez, un único nombre: Pablo. Al tiempo que una botella de vodka vacía rodaba a su lado al ritmo de sus lágrimas.


Tardé más de cinco minutos en convencer a Rascafría de que la señora no estaba endemoniada. Y otros cinco minutos en lograr que me hiciera caso y tirara todos los ajos (unos cien aproximadamente) que había esparcido  por todos los rincones de la casa. Y mientras ella los iba metiendo en una bolsa de tela al tiempo que iba rezando una ave maría tras otra; llamé al 112  y pregunté por Ángel. No había vuelto a verle desde que Ez y yo empezamos nuestra historia, mejor dicho desde que yo como una mala perra dejé de llamarle, de cogerle el teléfono, incluso  borrara su móvil de la agenda de contactos del mío. Lo hice. ¿Por qué? Porque Ez ocupó mi corazón. Porque, también soy una cobarde, aunque explote como una gaseosa agitada llena de dinamita. Así que, con gran esfuerzo, marqué el número de emergencias, por la infinita lástima que sentía por la madre de Ez, que seguía abrazada a aquella almohada como si ese relleno de plumas envuelto en lino fuera el torso del mismísimo Paul Newman, y por acabar con la cara de terror de Rascafría, que una vez que hubo recogido todos los ajos, se quedó mirándome horrorizada, temiendo ser mordida por  el  conde Drácula.  Me comí mi vergüenza,  no le di más vueltas y llamé, pregunté por el psicólogo Ángel Yuste, y la fortuna quiso que Ángel no estuviera  en otro aviso, en otra calle, en otro barrio como el de Pan Bendito; un barrio donde verdaderamente las demencias están al cabo de la calle.  Impidiendo que algún yonqui se tirara desde el tejado si no le daban un bocadillo de mortadela. Al yonqui de la mortadela lo conocí bien, porque los meses que me estuve acostando con Ángel: noche sí, noche no, sonaba su busca de retén para pedirle información sobre el loco que se quería tirar del tejado. Y los días que estaba de guardia, Ángel compró de su dinero bastantes bocadillos, y compartió asiento con él entre las tejas rotas del tejado de la casa del loco.
Hasta que un día en el que Ángel estaba de vacaciones, el loco volvió a subirse al tejado, y bramó y pateó desde allí: que se tiraba y que se tiraba!.  Y esta vez no hubo nadie que le preguntase si tenía hambre. Y el loco con un chute en las venas  con más mierda que heroína rodó como una pelota vieja y sin aire por aquel tejado rojo, rodó hasta caer al vacío y explotarse la cabeza contra el suelo. Y esa noche tan asquerosa para Ángel, fue la noche en la que Ez y yo nos volvimos a ver después de  conocernos en el ascensor del Cine Proyecciones, e  hicimos el amor por primera vez, mientras mi teléfono zumbaba en silencio 20 veces. Y después de tener una noche de pasión y lujuria tres habitaciones más lejos de donde dormía la mucama y la madre de Ez. Cuando el aire que corría en la madrugada por la calle de Jenner me dio en la cara, miré el teléfono y leí el mensaje de Ángel:
                “Se acabaron los bocadillos de mortadela”.
Los del 112 tardaron en llegar una hora, mientras, la madre de Ez siguió abrazada a la almohada, dormitando y sosteniendo con la mano derecha la botella de vodka.  Cuando Ángel llegó, me miró pero no me dirigió la palabra, habló con Rascafría que seguía con su collar de ajos al cuello y tartamudeaba sin dejar de retorcer su preciosa trenza de pelo negro. Después de oírla, Ángel se sentó al lado de aquel despojo de perlas y seda negra que apestaba a vodka y a Opium, y empezó a hablarle con la voz enérgica de caramelo que yo conocía tan bien. Rascafría y yo salimos de la habitación, al cabo de una hora, la voz de la madre de Ez reclamaba un baño y comida. Ángel me dejó escrito un informe para el médico de cabecera,  le di las gracias y le acompañé a la puerta. Se despidió dándome los buenos días y se marchó con su ayudante escaleras abajo. Y entonces corrí tras él, para gritarle que me perdonara por los dos años de silencio. Pero mis pies se detuvieron antes de llegar  al portal, porque me di cuenta de que nadie perdona lo que pertenece al olvido...