Capítulo 16
En mi barrio no hay Corte Inglés, ni siquiera una tienda grande que se le parezca. Lo más parecido a una gran superficie que tenemos es un almacén chino. Antes de que Hao Lin comprara el local -lo llenara de muñecas, barreños de plástico, apestosos disfraces de goma, y cientos de cachivaches que no sirven para nada y son altamente tóxicos- , en ese local había unos billares .
A mí aquellos billares me volvían loca, porque a pesar de tener las paredes desconchadas, y el suelo con más socavones que el empedrado de la calle, una pequeña estela de lujo recorría como un relámpago la superficie pulida y metálica de la barra de Zinc del bar, hasta que se desvanecía en un oscuro reflejo sobre las enormes mesas de madera.
Aquel sótano olía a humo, a humedad, a cerveza agria, a Agua Brava y a un tabaco de pipa que dejaba impregnado el ambiente con un denso aroma a chocolate que casi no me dejaba respirar. Me gustaba oír el claqueteo de las bolas deslizándose por los tapetes verdes de fieltro. Y cada vez que en alguna mesa se hacía una carambola, el júbilo del ganador y sus seguidores me trasportaban a otro lugar que se parecía mucho a una pantalla de cine llena de gente feliz. Yo iba allí por eso, otros, incluido el insípido jugaban para olvidar su vida y algunos, sencillamente, se la buscaban.
Todo el barrio ha pasado por los billares de Paulino el tonto. Qué de tonto no tenía nada, pero este calificativo se lo repetía él mismo cada cinco minutos cuando algún listillo quería ser más listo todavía.
-Chico, ¿tú te crees que soy tonto?
Esta era la frase que más se le oía repetir a lo largo del día y de la noche. Porque Paulino el tonto se pasaba en los billares desde las once de la mañana que abría hasta las dos de la mañana que cerraba; pero no probaba ni una gota de alcohol, sólo bebía litros de agua tónica. Mas de una noche ha corrido el bulo por el barrio de que Paulino flotaba y no tocaba el suelo por tanta burbuja que bebía. En mi barrio las leyendas urbanas siempre han estado a la orden del día. Y como salir del barrio requiere un esfuerzo considerable (todavía hasta el día de hoy), porque ni el metro ni el autobús quedan a menos de ochocientos metros de la última casa habitada; la gente camino del metro se imagina las cosas más variopintas. Sin ir más lejos, el fantasma de la niña muerta que se mató en una curva en la carretera de La Coruña se aparece noche sí, y noche también en una calle que hace chaflán con la única avenida que separa el barrio de las vías del tren. Eso es lo que cuentan la mayoría de mis vecinos, hasta yo misma he creído verla una de las noches que llegaba a casa de madrugada (las panaderas también trasnochamos). Además de las leyendas de muertos y aparecidos, también tenemos leyendas sobre animales . Si en un Mac Donald’s ¿quién sabe donde? apareció una rata muerta dentro de una hamburguesa; en el bazar de Hou Lin ha aparecido la misma rata, pero esta vez en el interior de una bolsa de patatas fritas.
Dudo mucho de que las bolsas de patatas fritas que vende Hou Lin traigan como sorpresa una rata muerta. Pero estoy segura de que todos los productos que vende son más inflamables que el keroseno que utiliza Harry el sucio (1971, Don Siegel) para prenderle fuego a los coches de los malos.
Yo creo que uno de los motivos por los que dejé de fumar, no fue por lo pesado que se puso Ez con la salud y mis pulmones, sino por la proximidad de mi casa al bazar de Hou Lin.
Para Ez, una de sus películas favoritas es EL buscavidas (1961,Robert Rossen), le pirra el gordo de Minnesota (yo tuve la suerte de verla por primera vez con él), y comprobé que de perdidos y perdedores (guapos y feos) está el mundo lleno, y aunque trabajen o jueguen al billar: el hombre sigue estando igual de extraviado que el día que Dios le quitó una costilla a Adán para darle una mujer. Y con el permiso de Dios, me atrevo a preguntarme: ¿Será esa puñetera costilla la razón de que las mujeres no entendamos a los hombres?
Y hablando de hombres:
Ez está que trina con tanta corrupción, tanta crisis. El espíritu del 15 M ha calado hondo en su corazón, y ha dejado de coger taxis (Ez no sabe conducir). Ahora se pasa el día pedaleando..., yendo de los pases de prensa a la redacción del periódico montado en una bicicleta de carreras verde pistacho y con un sombrero, borsalino negro, en la cabeza. Se ha dejado el pelo largo, y se parece mucho al chico de 19 años de cara lánguida que tiene su madre enmarcado en una fotografía encima de la cómoda isabelina que hay en el cuarto de estar de su casa.
No, yo no lo he visto. No veo a Ez desde que me quemó la pata.
Mi fuente de información no puede ser más fidedigna y cercana: Rascafría, su mucama. Esa mujer, cleptómana de los móviles ajenos, que cumple siempre a rajatabla sin premeditación ni alevosía aquello de:
“Que tu mano derecha, no sepa lo que hace la izquierda”
Newman, Scorsese, Cruise, Clapton... gracias por El color del dinero, 1986.
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