jueves, 17 de mayo de 2012

Carne de secta



Capítulo 15


A lo largo de mi vida he sido carne de secta en dos ocasiones: una a los pocos meses de romper las chirucas corriendo, y la otra en estos mismísimos momentos.
La carne de secta huele, y no a podrido precisamente, tiene un olor característico entre cordero lechal y cabritillo recién nacido. Los captadores de infelices y desarraigados de la vida tienen la pituitaria entrenada de tal forma que la huelen a km y km como si fueran coyotes en pleno desierto de Arizona (“pido perdón a los coyotes porque ellos solo comen cuando están hambrientos y no se dedican a traficar con los cerebros y los dineros de los pobres de corazón”).
A los pocos meses de que el insípido saliera de nuestras vidas y nos quedáramos solas me entró mi primer bajón depresivo.
Salía a la calle y era como si no la viera, como si el cielo fuera un techo de hojalata azul y las calles la alfombra de un desierto interminable de cemento. Nada de lo que antes me hacía feliz estaba en esa caja metálica. Mi cabeza estaba tan llena de tristeza que dejé de ver a las amigas del barrio, dejé de peinarme, y dejé de ir al colegio de monjas, donde mi madre trabajaba como cocinera, porque ni siquiera era capaz de atarme bien los cordones de los zapatos.
Sor Delfina, la directora del colegio llamó a mi madre a la semana de  no aparecer por clase para preguntarle por todas mis faltas de asistencia. Ni mi madre ni yo fuimos capaces de decirle la verdad a Sor Delfina. Aunque las ojeras que me llegaban hasta las rodillas estuvieran pidiendo a gritos que alguien que no fuera mi madre me preguntara lo que me pasaba. Y con el título de vaga redomada en mi cartera dejé los estudios un  22 de mayo a un mes de acabar 2º de BUP. Regresé a Barcelona, al Raval, y a volví a ver a la tía Regina. Mi madre pensó que estar lejos de Madrid se llevaría mi pena, y yo deseaba con todas mis fuerzas volver a  recuperar algo de ilusión con la propuesta de aquel viaje.
Pero la tía Regina seguía siendo la tía Regina para bien o para mal. Para bien, porque aunque sabía por mi madre lo que me había pasado con el insípido; no me preguntó nunca ni una sola palabra sobre el tema, y para mal, porque a pesar de sus vestidos modernos, sus peinados a la última moda y su apuesto capitán de caballería se había casado con un policía municipal de Hospitalet de LLobregat, que era más serio que una corona de crisantemos blancos. Mi tía pasaba de aquel policía, millas y millas, pasaba de su nuevo papel de casada, y aunque el cine seguía siendo la pasión de su vida ahora había descubierto una nueva afición que la tenía todo el día en la calle: poner cachondos a la mitad de los tenderos del barrio.   
Aunque la tía Regina se esforzaba en alegrarme la vida como podía, la cruda verdad era que sus excursiones de ligoteo la tenían bastante absorbida el sexo, y a los quince días de estar en Barcelona ya me aburría más que una ostra “goda”. Cuando  empezaba a estar más que harta de las idas y venidas de la tiíta, entonces, entró en juego Consolación, una mujer de edad indefinida dulce y amable, vecina de mi tía, que resulto ser una Hannibal Lecter de la Iglesia Apostólica y Romana.
Consolación venía a verme cada tarde, después de la hora del café y se sentaba a mi lado para hablarme de literatura, hasta que de los libros y de las poesías de Machado y Bécquer pasó al espíritu, y poco a poco, hora a hora, tarde a tarde consiguió a base de elogios, de cumplidos rellenos de azúcar glass, que el asco que yo sentía por mí misma fuera desapareciendo.  Hasta que un día me encontré mirando por la mirilla de la puerta de la calle para ver si Consolación subía el tramo de escaleras que separaba su casa de la de la tía Regina.   De la mirilla de la puerta de la tía Regina pasé al tresillo verde de eskay verde oliva de Consolación, donde sentada, me pasaba el tiempo devorando libros y más libros, de aventuras,  de países exóticos, y otros, en su mayoría de vidas de Santos.  Hasta que una tarde en la que estaba leyendo un ejemplar sobre la vida de Santa Rosa de Lima, apareció por la casa de Consolación el padre Tomás, un cura con cara de bonachón, que no se cortó un pelo en darme unas soberanas turras sobre el cielo, el demonio, y las tentaciones a las que todo mortal estábamos sometidos por el hecho de ser hijos de Dios. Y charla va, charla viene me fui convirtiendo en una mojigata que iba a misa a diario, descosía los bajos de las faldas para que le quedaran más largas y llevaba el pelo recogido en un moño bajo. Hasta que un día el cara de vinagre de mi tío, que no se le escapaba ni el volar de una mosca, (para eso era policía municipal de los que iban en moto) encontró un pedrusco en uno de mis zapatos, (el padre Tomás llevaba dos piedras dentro de cada zapato, para no pecar); y tras una larga discusión con la tía Regina, que tenía la cabeza en la cartelera, y no en su casa, decidieron ponerme un billete de tren en la boca y mandarme de ipso-facto a Madrid para que el Padre Tomás, Consolación y la Santa Orden del Opus Dei me dejaran de comer la cabeza.

Hoy, camino de la panadería he querido quedarme sentada en un banco y no levantarme hasta el día del Apocalipsis, porque me siento  como un lagarto de vacaciones en el Ártico. Me muevo  como si llevara un bidón de gasolina encima de la cabeza, pero lleno de arena.  Ramiro (sí, el maestro obrador palabrotero) me  ha tenido que traer un café triple del bar de la esquina, y a los quince minutos de bebérmelo he podido andar unos pasos.
 Cuando estaba a punto de volver en mí, la cafeína me ha jugado una mala pasada y he empezado a ver estrellas por el ojo derecho y luces rojas por el izquierdo; y en pleno trance de ceguera  ha venido a comprar pan,Luisa, una mujer que ya no cumple los setenta y que usa como fondo de armario un container de ropa usada. Esta mañana venía disfrazada de los Angeles Lakers con una camisa trasparente  en amarillo con el número 24 grabado en la espalda; y en vez de botas de baloncesto llevaba puestas unas sandalias naranjas que resaltaban, más si cabe, la piel color leche de camella de sus piernas. Y ante tal visión por fin han brotado las palabras de mi boca y he murmurado entre sollozos:
    ¿Padre Tomás, le sobra algún pedrusco?




  



     



2 comentarios:

  1. Me parece que el acompañamiento musical perfecto a esta nueva entrega lo pone Doña María Ostiz:
    http://www.youtube.com/watch?v=lx09rQP0XwA

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  2. A ver si ahora se puede pinchar directamente... no mucho de estas cosas, lo siento (¡ni idea de cómo lo conseguí la otra vez!)
    http://www.youtube.com/watch?v=lx09rQP0XwA

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