Capítulo 14
Menos mal que pasó la Navidad. Desde que Dios dijo a Adán: “Comerás el pan con el sudor de tu frente”, la gente sigue estas palabras al pie de la letra, sin rechistar, pero al revés: come pan, trabaja si no está en el paro y luego suda como una cebolla al vapor.
Yo, estas navidades he sudado la gota gorda. He trabajado como una mula. No sé que pasaría si a Ricardo, el maestro obrador, que es igualito que el abuelo de Heidi, en lo físico y en lo psíquico, pues no he visto tío más huraño, y palabrotero en mi vida, y mira que en mi barrio otra cosa no, pero los tacos son tan tradicionales como el marchamo del chorizo Revilla. Bueno, pues Ricardo empalma un cago en Dios con la madre que parió a Judas, y a continuación se mete el Copón de consagrar por donde le quepa y se queda tan ancho. Si alguna de las beatas (en mi barrio también existen) que pululan diariamente por la panadería supieran las maldiciones que se llevan encerradas en la barrita de pan sin sal, les daría una posesión diabólica en cuanto se metieran el primer bocado en la boca. Menos mal que los improperios de Ricardo sólo toman su punto álgido mientras está amasando: Echa la harina, el agua y empieza a pegar unos manotazos en la mesa de amasar hasta que consigue un mazacote de diez kilos que maneja como si fuera una boa constrictor. Y a las seis de la madrugada no le digas nada, porque se pasa insultando a la boa el tiempo que dura el amase. Y como te pongas delante de él un segundito, te llama peripatética, pero a lo bruto. Porque Ricardo con las compañeras es todo corazón, y salvo la hora que está amasando es una malva; adora la zarzuela y a Alfredo Kraus, pero cuando amasa le sale la mierda que debe tener acumulada desde el día que lo parió su madre. Yo estoy convencida de que este hombre es un calzonazos y en su casa no le dejan decir ni miércoles.
Pero a lo que iba, si un día Ricardo se quedara mudo y no lograra sacar ni un solo exabrupto de su garganta, y no pudiera pegarse con la harina, estoy segurísima que ese día no amasaba ni un gramo de pan. Y si del horno no sale ni una sola barra, ¿Qué sería de la panadería y de mí?. Estoy segura de que varias personas morirían a la puerta pisoteadas por tantas otras al grito de: “una pistola, una pistola”. Y a falta de pan, a Ricardo le linchaban fijo, y a mí me comerían a pedazos como si fuera el sucedáneo de una hogaza de pan candeal. Esta es una de las pesadillas más recurrentes que tengo; y si un peluquero mental de los de diván a 100 euros la hora me cogiera por su cuenta me metía al señor Freud por el tímpano unos cuantos años. Dejando traumas aparte, lo que no se puede negar es que como el día de Navidad es el único día que se cierra la panadería, son inimaginables los nervios y los temblores que este hecho desata entre mis feligresas de la harina. Es verdad, la gente durante la Navidad se vuelve loca.
Al insípido le mató la cornisa de un balcón el día de Nochebuena, y sí, es cierto que padre lo que se dice padre no lo fue nunca y el episodio de las chirucas le borró de la vida de mi madre y de la mía para siempre; pero la realidad es siempre otra. Y cuando la realidad se despierta, le importa un rábano lo que tú hayas decidido hacer con tu vida.
Por eso un 24 de diciembre, mi madre y yo tuvimos que ir al Anatómico Forense a reconocer el cadáver de el insípido. Y verle allí, metido en una caja de metal, fue un trago la mar de espeluznante, espeluznante y jodido. No, porque tuviera la cabeza abierta y la cara morada como el cucurucho de un nazareno, sino porque en ese momento la memoria me jugó una de las suyas, y me vinieron en flash back (así lo hubiera dicho el mismísimo Ez) todos los momentos felices que había pasado con aquel hombre enjuto y larguirucho, que aunque no eran muchos llegaron en tropel, y que hicieron que mi madre y yo nos pusiéramos a llorar como dos Marías Magdalenas.
Y de aquel lugar lleno de muertos mutilados al día siguiente, pasamos al cementerio de San Isidro; y enterramos al insípido como si hubiera sido un buen marido, un buen padre y un buen hombre. Seguramente es lo mejor que se puede hacer para olvidar a los hijos de puta, enterrarles en paz; de esa forma los recuerdos se quedan para siempre en su tumba.
Así que empezando por esa Nochebuena, las que siguieron por una cosa o por otra tampoco fueron mucho mejores. Y esta del año 2011, sin Ez, ha sido morrocotuda. No porque la maldita memoria me haya vuelto a hacer la misma jugarreta que con mi padre. Es que con Ez mis flash back de felicidad eran muchos, y reales, y como una palurda que es lo que soy, aunque ahora me haya aprendido un montón de títulos de películas y recuerde el nombre de otro montón de directores de cine, además de haberme familiarizado con calles y barrios de Madrid, que detrás de el muro de ladrillos que divide mi calle, eran para mí lo más parecido al Japón o la China, no he tenido más remedio que acordarme de mis Nochebuenas con Ez, de su preciosa casa de la calle Jenner, de Rascafría vestida de negro, con su larga trenza de pelo azabache peinada primorosamente y perfumada con jazmines; y de la madre de Ez enfundada en un maravilloso traje azul marino de raso tornasolado, llena de collares de perlas blancas hasta las cejas, y con los labios pintados de rojo.. Y si a eso unes mi bulimia, como no acordarme del riquísimo pavo relleno de arroz y pasas que cada año nos cocinaba Rascafría. Pero no sólo ha sido eso… recordar a Ez sonriente con esa paz que le recorre la frente y hace que ese gesto tan serio que él tiene se convierta en ternura, eso… ha sido lo que más he echado de menos.
Sí, ha sido muy duro cenar sin Ez, sin su madre, y sin Rascafría; pero cuando estaba a punto de llorar me he acordado de la tía Gina y me he dicho a mi misma algo que la tía Gina me hubiera dicho con su particular sentido del humor :
"Reginita, acuérdate de toda la gente que esta noche estará cenando rodeados de familiares que no pueden ver ni en pintura"
“No llores, aunque no lo sepas, eres una afortunada”.
Y tras un brindis por mi madre, por la tía Regina y por mí he devorado una diminuta lubina. ¡Feliz Navidad!
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