Capítulo 24
En mi barrio nadie te pide ni un
duro, imagino que todos sabemos que estamos más pelados que una naranja en un plato de postre del Hotel
Ritz, y no perdemos el tiempo.
En cambio en el barrio de Ez o
mejor dicho en la estación de metro de Alonso Martínez, que es la estación
cercana a su casa, te puedes encontrar un desfile de pedigüeños de lo más
variado. Por ejemplo, hay una colección de rumanos que andan con muletas, van descalzos
llevan la ropa raída, mugrienta y
tan sucia que me recuerdan a mismísimo Oliverio Twist.
Los mendigos rumanos me ponen de
una mala leche increíble:
1 -Porque mandan a los niños de
cinco años a robar en los cajeros automáticos.
2 -Porque quieras o no quieras
aprovechan los semáforos en rojo para chorrearte el cristal del parabrisas del coche con un liquido pegajoso,
para luego terminarlo de guarrear con un cepillo que parece el mismísimo bigote de
Groucho Marx. Y mientras tú le
dices que no al del bote del detergente,
el rápido del grupo
abre la puerta de al lado del conductor y en un segundo te levanta el bolso o
el móvil, tan ricamente.
3 -Porque los falsos cojos con
muletas con la piel más negra que
el carbón y, con una sonrisa
mellada de oro amarillo no me producen ninguna pena.
Su pobreza me atraviesa la
dignidad, porque también para ser pobre hay que tener la
dignidad dentro, y por eso no hay que jugar con bebés recién nacidos para dar lástima, ni andar
descalzo por la calle a cuatro grados bajo cero. ¡Santos Dios! Qué estamos en
el siglo XXI, el siglo de la radiactividad, donde sobra ropa y falta amor. Y la
Edad Media, la Alta y la Baja hace tiempo que pasaron.
La esquina de la calle Gaztambide con Rodríguez San Pedro pertenece a una anciana que hace la compra con las monedas que pide. Tendrá ochenta o más años, lleva una falda de cuadros, y un abriguito de lana negro que le llega por encima de la rodilla. Te pide dinero para comprar tomates, un puerro, y un filete de tapilla, y cuando le das las monedas siempre te contesta con un “Dios te bendiga princesa". Y te dan ganas de tomarte un café con la anciana y mandarla con otro anciano que a las ocho de la tarde abre su funda de violín en otra esquina cercana y toca una y otra vez un adagio tan bonito que se te saltan las lágrimas. Tal vez sean amantes, tal vez se hayan enamorado de esquina a esquina, de tarde a mañana. Ella, con la cara trasparente y llena de pecas doradas, y él con el pelo blanco, rizado, retorcido en tirabuzones que amarillean como la púa de nácar de su violín. Tal vez solos en casa hagan recuento de monedas y brinden a la luna su amor.
En mi barrio ya he dicho que no hay pobres por las calles, sólo pobres que curran, y si alguien lo pasa mal se queda en su casa, y Pascuas Santas como dice Rascafría.
Y como unas Santa Pascuas se lo ha pasado Ez en la India con la rubia con nariz de cerdito. Volvió purificado del Ganges y ahora le ha dado por fumar unos cigarrillos de liar que huelen a miel. ¡Ay! Con el trabajito que le costó que yo dejara mi paquete de Ducados en la papelera de la tahona para siempre. Hasta me regaló unas sesiones de hipnosis por nuestro primer aniversario para que dejará humear como una chimenea. Y la verdad sea dicha que aquel peluquero del inconsciente al que me llevó me hipnotizó a base de bien. Cuando estaba en pleno trance hipnótico tumbada en un sofá de los de piel de becerro, me colocó un cenicero lleno de colillas asquerosas que olían a rayos debajo de la nariz y me hizo aspirar aquel perfume profundamente, al tiempo que repetía un mantra de lo más idiota, pero eficaz: "Cada vez que fumo mi vida se hace humo”
Humo asqueroso-añado yo- porque
me dio tal arcada oler aquel nido de nicotina infecto, que no he vuelto a encender un cigarro desde ese día. Y eso que ganas no me faltan, porque desde que lo dejé con Ez me fumaría hasta
un cohíba si pudiera. Pero… si yo no tenía voluntad para dejar de fumar, ahora
no tengo voluntad para desobedecer al peluquero…