Capitulo 22
No sé que decir en los entierros, ni en los velatorios, ni en ningún sitio parecido. Otro bestia perturbado ha matado a cuatro personas, y me imagino a los padres de las víctimas, a sus hermanos, a sus amigos con la pedrada en la cabeza mirando a la nada atiborrados de Valium o de Lexatín, o de la porquería que receten en Oklahoma para no sentir la vida. Yo no podría estar ni un segundo al lado de ninguno de ellos. No sería capaz de inventarme una sola palabra de consuelo.
No sé que decir en los entierros, ni en los velatorios, ni en ningún sitio parecido. Otro bestia perturbado ha matado a cuatro personas, y me imagino a los padres de las víctimas, a sus hermanos, a sus amigos con la pedrada en la cabeza mirando a la nada atiborrados de Valium o de Lexatín, o de la porquería que receten en Oklahoma para no sentir la vida. Yo no podría estar ni un segundo al lado de ninguno de ellos. No sería capaz de inventarme una sola palabra de consuelo.
Cuando enterramos al
insípido mi madre se empeñó en organizar una misa con el padre Manuel, el párroco
del barrio, y lo que pasó en esa misa fue algo horrible. No porque aquello fuera
una farsa, que lo era, ya que mi padre tenía de cristiano el agua que le
echaron por el cogote en la pila bautismal de su pueblo, y desde entonces había llovido y
nevado mucho. Los domingos que el insípido acompañaba a mi madre a la Iglesia, mientras el padre Manuel recitaba la homilía, el insípido leía
el Marca tranquilamente sin cortarse un pelo. Le importaba un pito hacer
ruído al desdoblar las pagínas del periódico, o meterle un codazo a la
feligresa de al lado mientras se quedaba embobado ante los titulares por el
pepinazo de gol que había marcado la Quinta del Buitre. El insípido, aunque
pobre, era merengue hasta los calcetines. Sí, los llevaba blancos siempre,
aunque mi madre le dijera que unos zapatos negros tienen que llevar los
calcetines del mismo color.
El padre
Manuel, sin embargo, era un profesional de los pies a la cabeza, y como profesional de
la Iglesia Católica Apostólica Romana le debía importar un bledo que el
insípido leyera o no leyera en misa, y otro bledo más que no llevara los
calcetines negros. Por eso, cuando le tocó hablar de mi padre en aquel funeral de
despedida, los adjetivos que salieron por su boca fueron trasformando al insípido
en un hombre que ni mi madre, ni yo, ni las vecinas que estában allí presentes
habíamos tenido el gusto de conocer. Y el nivel de persuasión y de vehemencia
del padre Manuel fue tan convincente que no tuve ninguna duda de que el
insípido era un buen cristiano que sería acogido eternamente en el seno de los justos.
Y mientras escuchaba los enardecidos elogios que no paraba de vitorear desde su púlpito, en vez de cabrearme como un pantera perseguida por una jauría de
perros rabiosos y quitarle de un zarpazo la biblia de las manos, empecé a llorar sin consuelo como una
babosa espachurrada por las palabras de aquel hombre desconocido que hablaba de
nadie, pero con tanto sentimiento que logró que el insipido pasara a ser alguien, alguien
muy importante para mí. Y entonces empecé a acordarme de aquellas mañanas de caza, del canto de
las codornices, del vuelo de las tórtolas, y de todas las veces que el insípido
me enseñó a montar y desmontar aquella Beretta de tercera mano que se había
comprado en una pequeña armería de Moratalaz. Me tiré llorando una semana,
convencida de que el insipido había sido un buen padre, y yo y mis chirucas
sabemos que no lo fue. Desde entonces no he pisado una iglesia, por si el padre
Manuel, y alguno de sus adláteres, con su oratoria resucitan a la vida muerta
que he ido olvidando.
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