lunes, 7 de enero de 2013

Muerte o susto





Capitulo 22

No sé que decir en los entierros, ni en los velatorios, ni en ningún sitio parecido. Otro bestia perturbado ha matado a cuatro personas, y me imagino a los padres de las víctimas, a sus hermanos, a sus amigos con la pedrada en la cabeza mirando a la nada atiborrados de Valium o de Lexatín, o de la porquería que receten en Oklahoma para no sentir la vida. Yo no podría estar ni un segundo al lado de ninguno de ellos. No sería capaz de inventarme una sola palabra de consuelo.
 
Cuando enterramos al insípido mi madre se empeñó en organizar una misa con el padre Manuel, el párroco del barrio, y lo que pasó en esa misa fue algo horrible. No porque aquello fuera una farsa, que lo era, ya que mi padre tenía de cristiano el agua que le echaron por el cogote en la pila bautismal de su pueblo, y desde entonces había llovido y nevado mucho. Los domingos que el insípido acompañaba a mi madre a la Iglesia,  mientras el padre Manuel  recitaba la homilía, el insípido leía el Marca tranquilamente sin cortarse un pelo. Le importaba un pito hacer ruído al desdoblar las pagínas del periódico, o meterle un codazo a la feligresa de al lado mientras se quedaba embobado ante los titulares por el pepinazo de gol que había marcado la Quinta del Buitre. El insípido, aunque pobre, era merengue hasta los calcetines. Sí, los llevaba blancos siempre, aunque mi madre le dijera que unos zapatos negros tienen que llevar los calcetines del mismo color.
El padre Manuel, sin embargo, era  un profesional de los pies a la cabeza, y como profesional de la Iglesia Católica Apostólica Romana le debía importar un bledo que el insípido leyera o no leyera en misa, y otro bledo más que no llevara los calcetines negros. Por eso, cuando le tocó hablar de mi padre en aquel funeral de despedida, los adjetivos que salieron por su boca fueron trasformando al insípido en un hombre que ni mi madre, ni yo, ni las vecinas que estában allí presentes habíamos tenido el gusto de conocer. Y el nivel de persuasión y de vehemencia del padre Manuel fue tan convincente que no tuve ninguna duda de que el insípido era un buen cristiano  que sería acogido eternamente en el seno de  los justos. Y mientras escuchaba los enardecidos elogios que no paraba de vitorear desde su púlpito, en vez de cabrearme como un pantera perseguida por una jauría de perros rabiosos y quitarle de un zarpazo la biblia de las manos,  empecé a llorar sin consuelo como una babosa espachurrada por las palabras de aquel hombre desconocido que hablaba de nadie, pero con tanto sentimiento que logró que el insipido pasara a ser alguien, alguien muy importante para mí. Y entonces empecé a acordarme de  aquellas mañanas de caza, del canto de las codornices, del vuelo de las tórtolas, y de todas las veces que el insípido me enseñó a montar y desmontar aquella Beretta de tercera mano que se había comprado en una pequeña armería de Moratalaz. Me tiré llorando una semana, convencida de que el insipido había sido un buen padre, y yo y mis chirucas sabemos que no lo fue. Desde entonces no he pisado una iglesia, por si el padre Manuel, y alguno de sus adláteres, con su oratoria resucitan a la vida muerta que he ido olvidando.



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