Otra
de las estupendas películas que he
descubierto gracias a Ez ha sido Cowboy de medianoche. La vimos en su casa,
cogidos de la mano, mientras su
madre entraba a hurtadillas en la sala de estar y le daba besos en la cocorota
a Ez, hasta que Rascafría vino a buscarla
y la llevo a dar su paseo
vespertino por las calles cercanas
a Jenner. Cowboy de medianoche me hizo
llorar, a Ez también, ese día
descubrí su lado tierno. Porque si alguien sabe de amor son esos pobres
diablos cuidando el uno del otro, a pesar de la perra vida que llevan. Y es verdad que la
interpretación de Dustin Hoffman me parece un poco “afectada”, como diría algún crítico amigo de Ez, pero Jon
Voight, el padre de Angelina Jolie, borda a un vaquero bonachón con el espíritu ingenuo que todos querríamos
tener aunque la vida nos fuera
matando a palos cada día. Y
ese vaquero sabía mucho de palos.
Yo tuve suerte de tener a mi lado a la
tía Regina, y de que a mi madre la poseyera tanto la incultura que le diera ese
tinte de primaria, tuve suerte de que no fuera una mujer amargada de las que se nutren de despellejar a sus
semejantes porque odian tanto su vida que sólo tienen fuerzas para fijarse en
la de los demás. Mi madre era tan primitiva y tenía tanto que hacer, que ni siquiera tenía tiempo para saber que
odiaba su existencia, sólo trabajaba para que el insípido no se quejara de lo
pobres que éramos, y ni una sola frase más adornaba su cerebro. Yo, sin
embargo, tengo un problema, las semillas cinéfilas de la tía Regina, las clases
de literatura en el colegio de monjas fueron pronto escarbando en mi corazón de
tierra, y poco a poco germinaron pequeños brotes verdes (no, los brotes verdes
del hombre de las cejas picudas no eran), y para cuando Ez llegó a mi vida los brotes eran ya unos robustos troncos con
hojas que estaban deseando que les
echaran agua. Y cada nuevo libro que leía, cada nueva película que veía, me
fueron llenando la vida de personajes que me acompañaban a diario, como si cada
uno de ellos me susurrara secretos para poder seguir viviendo sin vergüenza. Y un día, un buen día me encontré
garabateando palabras en un papel de estraza manchado de grasa que recogí de
dentro de un montón de cajas de cartón que se apilaban en la puerta de la
panadería.
Tenía
los párpados hinchados, violáceos, como si los llevara pintados de una sombra color lila comprada en una tienda china. Vestía vaqueros gastados, camisa
blanca y una chaqueta camel de lana fría. De su brazo derecho colgaba un
Vuitton falso, y en la mano un cigarrillo extralargo humeaba volutas deslizándose
por sus dedos lánguidos.
Miró
a la mujer enlutada que tenia la cabeza apoyada en la pared, con osadía, con
rabia, pero realmente no la veía. Juan había velado toda la noche el cuerpo de
su amigo, y las sombras violáceas eran ojeras manchadas de sangre por todos los
capilares que se le habían roto debajo de la piel, por tanto llanto.
Atravesó
el pequeño cuarto atestado de gente enlutada, apartándoles de su camino con un ademán de desprecio
y sin dejar la pose de niña malcriada y mimada por la vida, aunque en su vida
no lo había mimado nadie, sólo el muchacho rubio que estaba en aquella caja de
pino teñida de marrón. La madre de Juan estaba en esa casa, y ni siquiera lo
miró, alzó la vista del suelo unos instantes en el momento que Juan se cruzó con ella y siguió enjugándose las lágrimas con un pañuelo blanco arrugado,
hecho una bola llena de grietas oscuras.
Juan
Roeta era un muchacho que cuadraba carambolas en los billares de Paulino el
tonto, al que yo miraba desde lejos y caminaba con la cabeza alta llevando el
viento a su lado.
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