jueves, 17 de enero de 2013

Juan Roeta, chapero de medianoche


Capítulo 23

      Otra de  las estupendas películas que he descubierto gracias a Ez ha sido Cowboy de medianoche. La vimos en su casa, cogidos de la mano,  mientras su madre entraba a hurtadillas en la sala de estar y le daba besos en la cocorota a Ez, hasta que Rascafría vino a buscarla  y la llevo a dar  su paseo vespertino  por las calles cercanas a Jenner. Cowboy de medianoche  me hizo llorar, a Ez también, ese día   descubrí su lado tierno. Porque si alguien sabe de amor son esos pobres diablos cuidando el uno del otro, a pesar de la perra vida que llevan.  Y  es verdad  que la interpretación de Dustin Hoffman me parece un poco “afectada”, como diría  algún crítico amigo de Ez, pero Jon Voight, el padre de Angelina Jolie, borda a un  vaquero bonachón con el espíritu ingenuo que todos querríamos tener aunque la vida nos fuera  matando  a palos cada día. Y ese vaquero sabía mucho de palos.
 Yo tuve suerte de tener a mi lado a la tía Regina, y de que a mi madre la poseyera tanto la incultura que le diera ese tinte de primaria, tuve suerte de que no fuera  una mujer amargada de las que se nutren de despellejar a sus semejantes porque odian tanto su vida que sólo tienen fuerzas para fijarse en la de los demás. Mi madre era tan primitiva y tenía tanto que hacer, que  ni siquiera tenía tiempo para saber que odiaba su existencia, sólo trabajaba para que el insípido no se quejara de lo pobres que éramos, y ni una sola frase más adornaba su cerebro. Yo, sin embargo, tengo un problema, las semillas cinéfilas de la tía Regina, las clases de literatura en el colegio de monjas fueron pronto escarbando en mi corazón de tierra, y poco a poco germinaron pequeños brotes verdes (no, los brotes verdes del hombre de las cejas picudas no eran), y para cuando  Ez  llegó a mi vida los brotes eran ya unos robustos troncos con hojas que estaban deseando  que les echaran agua. Y cada nuevo libro que leía, cada nueva película que veía, me fueron llenando la vida de personajes que me acompañaban a diario, como si cada uno de ellos me susurrara secretos para poder seguir viviendo sin vergüenza. Y un día, un buen día me encontré garabateando palabras en un papel de estraza manchado de grasa que recogí de dentro de un montón de cajas de cartón que se apilaban en la puerta de la panadería. 
     
Tenía los párpados hinchados, violáceos, como si los llevara pintados de una sombra color lila comprada en una tienda china. Vestía vaqueros gastados, camisa blanca y una chaqueta camel de lana fría. De su brazo derecho colgaba un Vuitton falso, y en la mano un cigarrillo extralargo humeaba volutas deslizándose por sus dedos lánguidos.
Miró a la mujer enlutada que tenia la cabeza apoyada en la pared, con osadía, con rabia, pero realmente no la veía. Juan había velado toda la noche el cuerpo de su amigo, y las sombras violáceas eran ojeras manchadas de sangre por todos los capilares que se le habían roto debajo de la piel, por tanto llanto. 
Atravesó el pequeño cuarto atestado de gente enlutada, apartándoles de su camino con un ademán de desprecio y sin dejar la pose de niña malcriada y mimada por la vida, aunque en su vida no lo había mimado nadie, sólo el muchacho rubio que estaba en aquella caja de pino teñida de marrón. La madre de Juan estaba en esa casa, y ni siquiera lo miró, alzó la vista del suelo unos instantes en el momento que Juan se cruzó con ella y siguió enjugándose las lágrimas con un pañuelo blanco arrugado, hecho una bola llena de grietas oscuras.
Juan Roeta era un muchacho que cuadraba carambolas en los billares de Paulino el tonto, al que yo miraba desde lejos y caminaba con la cabeza alta llevando el viento a su lado.   















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