Soy una nueva mujer desde que he decidido pasar página a mi amuermante vida amorosa. Sí, me encuentro bajo los
efectos de la euforia del olvido,
y estoy contenta, muy contenta.
A lo mejor, el derroche de tanta
felicidad está motivado por una mujer brasileña, con cara de queso de bola, que
han fichado en el polideportivo municipal para dar clases de Pilates a las
mujeres de mi barrio.
Hay recortes, sí, las paredes están desconchadas y las
puertas de los vestuarios se han convertido en unas cortinas de tela
plastificada que huelen a moho. A pesar de que tampoco hay agua caliente en las
duchas (como vamos para el verano, tampoco importa), la clase de Cristina, así
se llama nuestra profesora, está siempre llena.
Somos un grupo de lo más
extravagante, por decirlo de una manera amable, porque si estuviera en plena
bipolaridad (que no lo estoy) lo llamaría esperpéntico y me quedaría tan
fresca.
Dos travestis, que van pintadas como dos puertas y con mallas de plexiglás,
cinco pensionistas más redondas que el globo terráqueo, un adolescente con
granos y una incipiente chepa, y
una mujer calva y sin cejas, a la que no paran de saltársele las lágrimas.
Las alumnas somos una muestra de los estragos que hacen los
hidratos de carbono en las clases bajas. El sobrepeso nos acompaña y no tenemos ni idea de los
músculos que se esconden debajo de nuestros michelines. A Cristina le importa
un bledo, porque no para de gritarnos, darnos órdenes y de decirnos a una
velocidad de vértigo, que apretemos el culete, recojamos el esfínter, abramos las costillas, contraigamos el
suelo pélvico, y ah sí, respirar. En Pilates es fundamental la respiración.
Inspiro, respiro…inspiro…respiro. Yo no me entero de nada, he tardado dos
semanas en descubrir lo que era el suelo pélvico, un esfínter, cómo para
respirar con las costillas.
A pesar de los gritos de Cristina, a lo máximo que
llego es a poder respirar sin marearme. Reconozco que desde que practico
Pilates, me siento mejor. Supongo que al tener la cabeza concentrada en músculos,
respiraciones y en partes de mi cuerpo que no conocía, esto hace que no piense
por una hora en mi vida, y eso me da fuerzas para ver los días más luminosos,
sí, exactamente es eso. Desde que voy a las clases de Cristina soy consciente
de que mis días son mas luminosos.
Llevada por la euforia del deporte me he
comprado unos calzones negros, unas zapatillas de deporte y he decidido
correr por el descampado que hay al lado de mi casa, imitando al mismísimo Rocky Balboa. Y corriendo, corriendo, he llegado hasta la
calle de Fortuny, más concretamente a la puerta de la capilla de la Virgen de
Lourdes, y mientras esperaba que la madre de Ez y Rascafría salieran de oír
misa de doce, me he puesto a hablar con la gitana rumana que siempre está por
los alrededores, pidiendo limosna, y sin que yo le dijera nada me ha contado su
vida y milagros. Cuando ya
estaba yo medio convencida para darle los diez euros que me había metido en el
bolsillito de mi calzón de deporte por si me daba una lipotimia y tenía que
volver a mi casa en un taxi, en ese preciso momento, se ha abierto la puerta de
la capilla y ha empezado a salir la gente; y de repente me he encontrado con Ez y
con su madre cara a cara.
Un minuto, dos, o tal vez sólo cinco segundos de tiempo con el corazón
detenido en el pecho. Mirando los ojos de Ez infinitamente azules, hoy más
claros por la luz del mediodía. Ni una palabra saliendo de las bocas, ni un
solo gesto de los cuerpos rozando el aire, hasta que la nada se ha hecho
viento.
-Hola Regina
- Hola Ez
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