Capítulo 4
Por nada del mundo abandonaría mi barrio. Edwardz me pide constantemente que me vaya, que deje el cuchitril donde vivo al que yo llamo apartamento, y me mude con él a su piso de la calle Jenner. Pero, es que de mi barrio hasta la calle Jenner hay un trecho de más de veintitrés kilómetros, y ni yo ni los adoquines de la calle Jenner tenemos piernas para hacernos esa caminata diariamente.
A Edwardz mi decisión lo pone furioso, pobre, peca de ingenuo, pero cómo se piensa él que se tomarían los vecinos de su barrio ver aparcada en la calle una furgo blanca, con el logo de Panipan estampado en rojo en la puerta trasera.
¡Jo! con Ez, lo tengo hecho un basilisco. Yo creo que es por tanta película reflexiva que ve. Tanta reflexión le deja las neuronas hechas migas, y juro al cielo que el 20% de las neuronas de Ez las tiene roídas por tanto existencialismo fílmico.
Nos conocimos de casualidad y por todo lo alto (ahora lo explico) en los cines Proyecciones de Madrid, yo acababa de ver Gran Torino en la sala 3 y Ez acababa de ver Malditos bastardos en distinta sala.
Iba acompañado de una muchacha rubia, menuda y esmirriada, con nariz de cerdito, y juro por Dios que la nariz era lo más prominente de su anatomía, porque el resto, como le diría Luzdivina, mi vecina del Bajo A : “señorita con usted no se hace” “ni un caldo para el cocido”. La rubia no era fea, no voy a mentir, pero si hubiera tenido un gramo más de carne en su cuerpo; seguramente hasta hubiera podido decir de ella que era una mujer muy atractiva.
Bueno, a lo que vamos. Ella, Ez y yo, tomamos el ascensor juntos, y cuando vamos por el segundo piso aquella caja metálica y gris se para y nos deja colgados cuarenta minutos entre el 2º y 3º piso.
A los dos segundos de encierro, la rubia se subía por las paredes. Se mordía las uñas, se quitó los zapatos, golpeaba la puerta con los nudillos hasta que se le pusieron morados, y se puso a llorar hasta que volcó su bolso de charol rojo en el suelo del ascensor y empezó a buscar no sé qué, en aquel amasijo de cosas dispersas, como si estuviera poseída por el mismo demonio. La verdad es que si aquella aventura me hubiera pasado sola, habría llamado primero a los bomberos y luego a los del 112, para que un psicólogo de esos con voz tan pausada como armónica me hubiera tranquilizado. Pero como la rubia perdió los nervios en el segundo uno, mejor dicho, no los perdió, los aglutinó enteritos para ella sola; porque hasta ese momento de mi vida, no he visto ni hombre ni mujer tampoco que fuera capaz de hacer la cantidad de movimientos y cosas que hizo la rubia en un espacio físico tan reducido. Cuando la rubia ya estaba a punto de arañar a Ez, puse en marcha la regla número uno de los primeros auxilios que me había enseñado Luis, un novio mío socorrista: “Líbrate del histérico y luego sálvale”. Así que siguiendo el consejo de Luis, le propiné una bofetada que la dejó con una mirada lánguida, y luego le metí un Lexatín debajo de la lengua (sí, siempre llevo unos cuantos encima, por lo que el día me pueda deparar). Y así, mientras Ez me miraba y se ajustaba sus gafas de pasta negra, yo me quité el cinturón que me oprimía la cintura como una guillotina de cuero y me senté en el suelo al lado de la rubia, que seguía mirando a las puertas metálicas con lágrimas en los ojos. Y así fue como Ez y yo empezamos a hablar de películas. Y en el momento en que Ez estaba entusiasmado hablándome de elipsis, de primeros planos, de contrapicados y de planos contraplanos, llegaron los bomberos y los del SAMUR. Los del SAMUR se llevaron a la rubia en una camilla (que ya tenía la cara verde tirando a gris), y Ez cambió su disertación técnica, por un lacónico: “Encantado de conocerte”; y me dio la mano. Yo, dignamente, como me había enseñado mi madre, se la estreché con la misma parsimonia. Tres días más tarde recibí en el móvil una llamada suya invitándome a ir al cine. Y desde ese día Ez y yo compartimos: butacas, cama y cigarrillos.