martes, 31 de enero de 2012

Desmontando a Edwardz


Capítulo 4



Por nada del mundo abandonaría mi barrio. Edwardz me pide constantemente que me vaya, que deje el cuchitril donde vivo al que yo llamo apartamento, y me mude con él a su piso de la calle Jenner. Pero, es que de mi barrio hasta la calle Jenner hay un trecho de más de veintitrés kilómetros, y ni yo ni los adoquines de la calle Jenner tenemos piernas para hacernos esa caminata diariamente.
A Edwardz mi decisión lo pone furioso, pobre, peca de ingenuo, pero cómo se piensa él que se tomarían los vecinos de su barrio ver aparcada en la calle una furgo blanca, con el logo de Panipan estampado en rojo en la puerta trasera.
¡Jo! con Ez, lo tengo hecho un basilisco. Yo creo que es por tanta película reflexiva que ve. Tanta reflexión le deja las neuronas hechas migas, y juro al cielo que el 20% de las neuronas de Ez las tiene roídas por tanto existencialismo fílmico.
Nos conocimos de casualidad y por todo lo alto (ahora lo explico) en los cines Proyecciones de Madrid, yo acababa de ver Gran Torino en la sala 3 y Ez acababa de ver Malditos bastardos  en distinta sala.
Iba acompañado de una muchacha rubia, menuda y esmirriada, con nariz de cerdito, y juro por Dios que la nariz era lo más prominente de su anatomía, porque el resto, como le diría Luzdivina, mi vecina del Bajo A :  “señorita con usted  no se hace” “ni un caldo para el cocido”. La rubia no era fea, no voy a mentir, pero si hubiera tenido un gramo más de carne en su cuerpo; seguramente hasta hubiera podido decir de ella que era una mujer muy atractiva.
Bueno, a lo que vamos. Ella, Ez y yo, tomamos el ascensor juntos, y cuando vamos por el segundo piso aquella caja metálica y gris se para y nos deja colgados cuarenta minutos entre el 2º y 3º piso.
A los dos segundos de encierro, la rubia se subía por las paredes. Se mordía las uñas, se quitó los zapatos, golpeaba la puerta con los nudillos hasta que se le pusieron morados,  y se puso a llorar hasta que volcó su bolso de charol rojo en el suelo del ascensor y empezó a buscar no sé qué, en aquel amasijo de cosas dispersas, como si estuviera poseída por el mismo demonio. La verdad es que si aquella aventura me hubiera pasado sola,  habría llamado primero a los bomberos y luego a los del 112, para que un psicólogo de esos con voz tan pausada como armónica me hubiera tranquilizado. Pero como la rubia perdió los nervios en el segundo uno, mejor dicho, no los perdió, los aglutinó enteritos para ella sola; porque hasta ese momento de mi vida, no he visto ni hombre ni mujer tampoco que fuera capaz de hacer la cantidad de movimientos y cosas que hizo la rubia en un espacio físico tan reducido. Cuando la rubia ya estaba a punto de arañar a Ez, puse en marcha la regla número uno de los primeros auxilios que me había enseñado Luis, un novio mío socorrista:  “Líbrate del histérico y luego sálvale”. Así que siguiendo el consejo de Luis, le propiné  una bofetada que la dejó con una mirada lánguida,  y luego le metí un Lexatín debajo de la lengua (sí, siempre llevo unos cuantos encima, por lo que el día me pueda deparar). Y así, mientras Ez me miraba y se ajustaba sus gafas de pasta negra, yo me quité el cinturón que me oprimía la cintura como una guillotina de cuero y me senté en el suelo al lado de la rubia, que seguía mirando a las puertas metálicas con lágrimas en los ojos. Y así fue como Ez y yo empezamos a hablar de películas. Y en el momento en que Ez estaba entusiasmado hablándome de elipsis, de primeros planos, de contrapicados y de planos contraplanos, llegaron los bomberos y los  del SAMUR. Los del SAMUR se llevaron a la rubia en una camilla (que ya tenía la cara verde tirando a gris), y Ez cambió su disertación técnica, por un lacónico: “Encantado de conocerte”; y me dio la mano. Yo, dignamente, como me había enseñado mi madre, se la estreché con la misma parsimonia. Tres días más tarde recibí en el móvil una llamada suya invitándome a ir al cine. Y desde ese día Ez y yo compartimos: butacas, cama y cigarrillos.



jueves, 26 de enero de 2012

¿Por qué no me gustan las vocales?




Capítulo 3


Con seis años recién cumplidos iba a la clase de Mademoiselle Brigitte. Ya sabía leer porque mi tía Gina se empeñaba en enseñarme un poquito cada día, y se lo agradeceré siempre, porque si hubiera tenido que aprender a leer con M. Brigitte, hubiera sido una catástrofe de magnitud 7,7 en la escala sísmica. Porque aquella mujer, alta, de melena pelirroja, con un precioso traje de chaqueta de cheviot gris se empeñaba en enseñarnos caligrafía sobre un cuaderno cuadriculado lleno de puntos. Me imagino que en un pueblecito de la costa normanda, aparte de hacer un frío de muerte, la gente no tiene mayor entretenimiento que hacer lo fácil, difícil, muy difícil. Porque aquella mujer de piel transparente, frente pecosa y voz chillona nos enseñaba las vocales como si fueran un acertijo, como si de un dibujo escondido se tratara. Y esta es una prueba verídica de que lo que digo; no me lo estoy inventando:






Sí, estas eran las vocales que Mademoiselle Brigitte, nos enseñaba con devoción enfermiza. Cuando se las enseñé a Ez, se quedó perplejo.
-Esta mujer era una torturadora -dijo-, ¿y sólo tenías seis años…?


Sí, seis añitos de nada, y dime tú si no hay otra forma más sencilla de enseñar las vocales a unas tiernas infantas. Ahora, pasado el tiempo, veo las intenciones artísticas de aquella mujer que intentaba aplicar sus ideas más innovadoras en un humilde parvulario de los suburbios de Barcelona. Porque lo más valioso que había en aquella clase era una pizarra negra y brillante, el traje de cheviot de Mademoiselle y los babis de cuadros azules que ella nos obligaba a llevar y por lo demás, pare usted de contar. Porque he visto mejores sillas y pupitres tirados en la calle.
Realmente mi educación infantil es un auténtico guión de cine indie, como dice Ez, porque además de las vocales y de los bofetones que nos propinaba con saña Mademoiselle; hay que sumar los esparadrapos que la burra de la normanda nos ponía en la boca cuando hablábamos (de haber existido en esa época el defensor del menor, le hubieran cerrado el chiringuito por overbooking de demandas al mes de inaugurar su cargo). Porque Mademoiselle, además de hacernos aprender aquellas excéntricas vocales, nos taponaba la boca con esparadrapo de tela. Sí, con un par de ovarios, o tres ¿quién sabe? Porque a lo mejor tenía uno de más y por eso era tan bestia. Si hablabas mucho o poco daba igual, porque, si la pillabas de malas, no tardaba ni tres segundos en sacar el rollo de esparadrapo del bolsillo derecho de su chaqueta, y en un momento con unas enormes tijeras metálicas que estaban encima de su mesa cortaba sin piedad un par de tiras simétricas, y listo, te dejaba la boca sellada un par de horas o cuatro, dependiendo. Y lo peor no era eso, lo peor venía luego en tu casa. Lo peor era despegarte aquella tela asfáltica de los labios. Porque parte del pegamento te arrancaba la piel y te dejaba los labios sangrando, y la otra parte se te quedaba pegada alrededor de la boca como una hilera de alquitrán que sólo desaparecía a base de alcohol y estropajo, hasta que la piel quedaba rota; y te acordabas de los tres ovarios de Mademoiselle para siempre. Los desmanes de Mademoiselle se acabaron un día que la tía Gina me tuvo que echar Mercromina en los labios, después de quitarme aquellos restos de goma, y mis gritos se oyeran desde lejos muy lejos; tal vez en algún pueblo de la provincia de Cuenca. Se presentó al día siguiente a la salida del colegio y le dijo a la normanda que como le volviera a cerrar la boca con esparadrapo a su sobrina, iba al puesto de la guardia civil y la devolvían al país de los gabachos en un tren de mercancías, y desde entonces M. Brigitte dejó de dar hostias y cerrar picos en un santiamén. Pero eso sí, no me volvió a mirar en los meses que quedaban de curso. Al año siguiente la señorita Clotilde, nacida en Calatayud, y bastante menos sofisticada que M. Brigitte nos hizo comprar la caligrafía del nº 2 de Rubio, donde las vocales se unían en trazos continuos y redondos.



jueves, 19 de enero de 2012

Antes de Edwardz



Capítulo 2


He leído el periódico y casi me muero del susto, los mismos titulares, los mismos políticos; las mismas letras pero cambiadas. Todo es lo mismo.
También hoy he abierto la panadería y el olor a harina tostada me ha hecho segregar más jugos gástricos de los necesarios a esa hora de la mañana. Estoy harta de que mi día sea siempre una caverna pintada de blanco con un mostrador de madera oscura con la cubierta de mármol gastada.
Una pistola, dos baguettes, un candeal, una chapata, un colón, una sin sal poco cocida, muy cocida. Un pistolín…
Una colección de caras y voces pidiendo panes de diferente forma, caras y voces de las que no recuerdo absolutamente nada. Es tal, mi motivación panadera, que del camino que hay del mostrador a la balda donde están colocadas las barras se me olvida lo que me han pedido. Vuelvo la cabeza, adelanto un brazo, extiendo la mano con los dedos en forma de pinza, dispuestos a recoger lo que me han pedido y mi cabeza ha olvidado lo que tiene que decir a ese brazo, a esa mano.
Y otra vez: ¿Qué me ha pedido señora, señor, chica, chico…?
Estoy Rabiosa I, Rabiosa II y Deprimida, siempre por este orden. Primero me pongo rabiosísima y luego me deprimo. Me compro un Kg. de pasteles, me los zampo en un pis pas, y luego me entra una depresión que riéte tú de los bipolares.
Yo no soy bipolar, yo no soy alegre y luego me convierto en una marmota congelada. Yo soy tripolar, yo soy Cruella de Vill, cuando le decía aquel par de pazguatos que capturasen a aquellos preciosos cachorrillos dálmatas para hacerse un abrigo interminable. A medida que voy devorando los pasteles y la glucosa va haciendo su efecto, y debo de llegar a los 250 mgr/dl en sangre, me convierto en una mujer rabiosa y despechada; como la mismísima Joan Crawfor en Johnny Guitar. Igualita que ella, y cuánto echo de menos una canana al cinto y un par de Colt 45.
Sé disparar, tengo buena puntería, para muestra: las ferias de mis barrio. No hay caseta con muñecotes, que se precie, que yo no haya pisado, y no haya conseguido romper palillos o derribar las minúsculas botellitas de licor que llenan las paredes. Y eso que la mayoría de las escopetas están trucadas. Pero a mí no me la dan, primero, hago un tiro de reconocimiento para ver la dirección que tiene el disparo y luego rectifico a la izquierda o la derecha, y el palillo se rompe como me llamo Regina Bato. Me han salido los dientes con armas de fuego. Mi padre era el Críspulo de los Santos Inocentes, pero solito, sin amo y sin un puto duro. Se pateaba los rastrojos en verano en busca de codornices y los barbechos en invierno a la caza de alguna liebre, y yo a su lado, calzando unas chirucas gastadas y unos pantalones de pana marrón más raídos que la camiseta de mi padre.
Las chirucas viejas apestaban a naftalina y a goma. Yo, a los catorce años, apestaba a grasa y mira que mi madre en cosa de jabones no ha escatimado lo más mínimo. El sebo apesta aunque te laves una y otra vez y te frotes con piedras pómez, yo lo hacía y no me servía de nada. El olor a sebo se queda como la mugre vieja, incrustada en los rincones y sin fuerza disolvente que se lo lleve.
Mi padre era diferente, daba igual que se lavara o no, nunca olía a nada, era inodoro, insípido y traslucido como el agua de pozo recién sacada. No tenía ni un gramo de grasa, y los músculos que le quedaban de su época de mecánico fresador, se le fueron atrofiando hasta convertirse en una carcasa de pellejo que poco tenía que envidiar a los santos de la Iglesia.
El sabor de mi padre lo descubrí una mañana de sábado de las muchas que cogíamos el autocar para Toledo y nos dejaba en un pueblo abandonado cerca de la estación de tren. Le hubiera metido tres tiros y no me hubieran acusado de nada. Es un calzonazos de mierda, se puso allí desnudo, se bajó los pantalones y me miró igual de muerto que los ojos de la liebre que llevaba colgando de la canana.
Salí corriendo, y ese día las chirucas definitivamente se rompieron. Llegué a casa descalza, con la suela de goma de una de ellas colgando de los cordones que se sujetaban al tobillo como un collar metálico, y con la planta del pie derecho desollada entera y sangrando. Le conté sin respiración lo del insípido a mi madre, no dijo ni una palabra. Me beso en la frente, me lavó los pies en el barreño de cinc que utilizaba para lavar la ropa y me sentó en su vieja mecedora arropada con una manta. A continuación extendió una sabana blanca en el suelo, y fue poniendo en ella la ropa y las pocas cosas que tenía mi padre; que a juzgar por el bulto cuando mi madre ató las cuatro esquinas de la tela se quedó en nada. Afortunadamente, a mi madre, le tengo que agradecer que no necesitara de nadie para estar sola; porque conozco a infinidad de mujeres que con tal de no asumir la soledad, se hacen las sordas y las ciegas. No dudo de que luego se mueran de ellas mismas, pero cuando la vida te sorprende con estos vaivenes, lo mejor es que salgas por patas de allí en el menor tiempo posible. Así que mi madre hizo la misma carrera que yo con las chirucas, pero sin llevarlas puestas.Tuvimos suerte, realmente suerte de que mi padre fuera, insípido, incoloro e inodoro genéticamente, porque no volvimos a saber de él, hasta que un año más tarde una cornisa le mandó al otro barrio. Pero aunque Edwuardz dice que tengo un trauma por no haber tenido un padre que me protegiera…¿Qué quién es Edwardz? Todo a su tiempo, porque Edwardz es otra historia.

domingo, 15 de enero de 2012

¿Bergman? Si, gracias, me trae un Alka-Seltzer



Capítulo 1


Mi madre no paraba de repetirme que soy clavada a mi tía Regina. Y, yo no paro de repetirme día tras día mientras me tomo mi pastilla de Seroxat: Que ojalá, ojalá fuera como la tía Regina, porque excepto en el nombre, la tía Regina y yo no nos parecemos en nada.
A mi tía Regina le encantaban por este orden: la vida, el cine y su novio (un capitán de caballería inglés destinado en Barcelona, al que mi tía toreaba día si y día no, dejándole plantado por Marcello Mastroianni, Vittorio Gassman, Sofía Loren o Paul Newman, según pintara en la cartelera). Yo, hecha clónica a su imagen y semejanza, me he recorrido junto a ella todas las sesiones matinales de Barcelona, cuando los porteros llevaban librea verde o roja, se cubrían la cabeza con una preciosa gorra de plato; y te abrían las imponentes puertas de las salas como si fueran los guardianes que custodiaban la puerta de seguridad del Banco de la Unión Pacific.
-Regina, -le dijo el portero del cine Avenida una mañana de abril- ¿cómo te traes hoy a tu sobrina?, esta película no es para que la vea una niña.
Y ella: “pero si es tan pequeña que no se entera de nada”. Y él: “sí, pero esta vez no puedo permitir que la vea, hay una”…
Y le cuchicheó unas palabras al oído. La tía Regina le observó impasible, cada vez más embutida en su vestido sesentero con estampados cónicos, amarillos y azules. Apoyó con disimulo una pierna en uno de los escalones de la entrada, hasta que el vestido le llegó a la mitad del muslo.
-Mira Manuel –dijo con la voz más melosa que tenía-, es que mi hermana se la lleva a Madrid el lunes, y la pobre cría tiene un disgusto…
Un fruncidito de labios, un mohincito de mofletes, un movimiento del flequillo rubio que le tapaba los rabillos a lo Cleopatra que se había pintado, que le atravesaban como un rallajo los párpados de sus ojos verdes, y el portero se hizo de mantequilla.
-Anda pasa, pasa -dijo Manuel- mirando con disimulo el culo imponente de mi tía, y mirándome a mí con cara de pocos amigos.
¡Dios Santo, cómo aquel portero pudo hacer caso a una folle como mi tía! Maldita sea la hora en la que nos dejó pasar, porque en cuanto se apagaron las luces y aparecieron en la pantalla unos hombres feísimos y asquerosos que asaltaban a una Caperucita, con capuchón negro, me acordé de las palabras del portero. Tentada estuve de salir corriendo y colgarme de su cuello para que me salvara de tan horrible visión. ¡Pero, qué disgusto le hubiera dado a la tía Regina! Sí, me tragué El manantial de la doncella, con siete años recién cumplidos. Doy fe, de que no entendí nada, pero aquello fue fue fuerte, muy fuerte...
A la salida, mi tía, con la voz angelical que acostumbraba a sacar cuando sabía que había metido la pata hasta el fondo, del fondo, me preguntó, ¿Te ha gustado, Regina?. Y yo columpiándome de su mano, y bajando la escalinata del cine a toda prisa dije: claro, tiita.
Maldita cínica, como no fui capaz de decirle a la tiita, que ya estaba bien de jugar a Paulov conmigo. Desde ese día a Bergman me lo he tenido que tragar con un Alka-Seltzer. Da igual el tiempo que haya pasado, oigo nombrar a Bergman, y no puedo dejar de ver a aquellas figuras negras, feas y desdentadas acosando a aquella muchacha de cutis de porcelana y ojos de cristal.