jueves, 19 de enero de 2012

Antes de Edwardz



Capítulo 2


He leído el periódico y casi me muero del susto, los mismos titulares, los mismos políticos; las mismas letras pero cambiadas. Todo es lo mismo.
También hoy he abierto la panadería y el olor a harina tostada me ha hecho segregar más jugos gástricos de los necesarios a esa hora de la mañana. Estoy harta de que mi día sea siempre una caverna pintada de blanco con un mostrador de madera oscura con la cubierta de mármol gastada.
Una pistola, dos baguettes, un candeal, una chapata, un colón, una sin sal poco cocida, muy cocida. Un pistolín…
Una colección de caras y voces pidiendo panes de diferente forma, caras y voces de las que no recuerdo absolutamente nada. Es tal, mi motivación panadera, que del camino que hay del mostrador a la balda donde están colocadas las barras se me olvida lo que me han pedido. Vuelvo la cabeza, adelanto un brazo, extiendo la mano con los dedos en forma de pinza, dispuestos a recoger lo que me han pedido y mi cabeza ha olvidado lo que tiene que decir a ese brazo, a esa mano.
Y otra vez: ¿Qué me ha pedido señora, señor, chica, chico…?
Estoy Rabiosa I, Rabiosa II y Deprimida, siempre por este orden. Primero me pongo rabiosísima y luego me deprimo. Me compro un Kg. de pasteles, me los zampo en un pis pas, y luego me entra una depresión que riéte tú de los bipolares.
Yo no soy bipolar, yo no soy alegre y luego me convierto en una marmota congelada. Yo soy tripolar, yo soy Cruella de Vill, cuando le decía aquel par de pazguatos que capturasen a aquellos preciosos cachorrillos dálmatas para hacerse un abrigo interminable. A medida que voy devorando los pasteles y la glucosa va haciendo su efecto, y debo de llegar a los 250 mgr/dl en sangre, me convierto en una mujer rabiosa y despechada; como la mismísima Joan Crawfor en Johnny Guitar. Igualita que ella, y cuánto echo de menos una canana al cinto y un par de Colt 45.
Sé disparar, tengo buena puntería, para muestra: las ferias de mis barrio. No hay caseta con muñecotes, que se precie, que yo no haya pisado, y no haya conseguido romper palillos o derribar las minúsculas botellitas de licor que llenan las paredes. Y eso que la mayoría de las escopetas están trucadas. Pero a mí no me la dan, primero, hago un tiro de reconocimiento para ver la dirección que tiene el disparo y luego rectifico a la izquierda o la derecha, y el palillo se rompe como me llamo Regina Bato. Me han salido los dientes con armas de fuego. Mi padre era el Críspulo de los Santos Inocentes, pero solito, sin amo y sin un puto duro. Se pateaba los rastrojos en verano en busca de codornices y los barbechos en invierno a la caza de alguna liebre, y yo a su lado, calzando unas chirucas gastadas y unos pantalones de pana marrón más raídos que la camiseta de mi padre.
Las chirucas viejas apestaban a naftalina y a goma. Yo, a los catorce años, apestaba a grasa y mira que mi madre en cosa de jabones no ha escatimado lo más mínimo. El sebo apesta aunque te laves una y otra vez y te frotes con piedras pómez, yo lo hacía y no me servía de nada. El olor a sebo se queda como la mugre vieja, incrustada en los rincones y sin fuerza disolvente que se lo lleve.
Mi padre era diferente, daba igual que se lavara o no, nunca olía a nada, era inodoro, insípido y traslucido como el agua de pozo recién sacada. No tenía ni un gramo de grasa, y los músculos que le quedaban de su época de mecánico fresador, se le fueron atrofiando hasta convertirse en una carcasa de pellejo que poco tenía que envidiar a los santos de la Iglesia.
El sabor de mi padre lo descubrí una mañana de sábado de las muchas que cogíamos el autocar para Toledo y nos dejaba en un pueblo abandonado cerca de la estación de tren. Le hubiera metido tres tiros y no me hubieran acusado de nada. Es un calzonazos de mierda, se puso allí desnudo, se bajó los pantalones y me miró igual de muerto que los ojos de la liebre que llevaba colgando de la canana.
Salí corriendo, y ese día las chirucas definitivamente se rompieron. Llegué a casa descalza, con la suela de goma de una de ellas colgando de los cordones que se sujetaban al tobillo como un collar metálico, y con la planta del pie derecho desollada entera y sangrando. Le conté sin respiración lo del insípido a mi madre, no dijo ni una palabra. Me beso en la frente, me lavó los pies en el barreño de cinc que utilizaba para lavar la ropa y me sentó en su vieja mecedora arropada con una manta. A continuación extendió una sabana blanca en el suelo, y fue poniendo en ella la ropa y las pocas cosas que tenía mi padre; que a juzgar por el bulto cuando mi madre ató las cuatro esquinas de la tela se quedó en nada. Afortunadamente, a mi madre, le tengo que agradecer que no necesitara de nadie para estar sola; porque conozco a infinidad de mujeres que con tal de no asumir la soledad, se hacen las sordas y las ciegas. No dudo de que luego se mueran de ellas mismas, pero cuando la vida te sorprende con estos vaivenes, lo mejor es que salgas por patas de allí en el menor tiempo posible. Así que mi madre hizo la misma carrera que yo con las chirucas, pero sin llevarlas puestas.Tuvimos suerte, realmente suerte de que mi padre fuera, insípido, incoloro e inodoro genéticamente, porque no volvimos a saber de él, hasta que un año más tarde una cornisa le mandó al otro barrio. Pero aunque Edwuardz dice que tengo un trauma por no haber tenido un padre que me protegiera…¿Qué quién es Edwardz? Todo a su tiempo, porque Edwardz es otra historia.

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