Capítulo 3
Con seis años recién cumplidos iba a la clase de Mademoiselle Brigitte. Ya sabía leer porque mi tía Gina se empeñaba en enseñarme un poquito cada día, y se lo agradeceré siempre, porque si hubiera tenido que aprender a leer con M. Brigitte, hubiera sido una catástrofe de magnitud 7,7 en la escala sísmica. Porque aquella mujer, alta, de melena pelirroja, con un precioso traje de chaqueta de cheviot gris se empeñaba en enseñarnos caligrafía sobre un cuaderno cuadriculado lleno de puntos. Me imagino que en un pueblecito de la costa normanda, aparte de hacer un frío de muerte, la gente no tiene mayor entretenimiento que hacer lo fácil, difícil, muy difícil. Porque aquella mujer de piel transparente, frente pecosa y voz chillona nos enseñaba las vocales como si fueran un acertijo, como si de un dibujo escondido se tratara. Y esta es una prueba verídica de que lo que digo; no me lo estoy inventando:
Con seis años recién cumplidos iba a la clase de Mademoiselle Brigitte. Ya sabía leer porque mi tía Gina se empeñaba en enseñarme un poquito cada día, y se lo agradeceré siempre, porque si hubiera tenido que aprender a leer con M. Brigitte, hubiera sido una catástrofe de magnitud 7,7 en la escala sísmica. Porque aquella mujer, alta, de melena pelirroja, con un precioso traje de chaqueta de cheviot gris se empeñaba en enseñarnos caligrafía sobre un cuaderno cuadriculado lleno de puntos. Me imagino que en un pueblecito de la costa normanda, aparte de hacer un frío de muerte, la gente no tiene mayor entretenimiento que hacer lo fácil, difícil, muy difícil. Porque aquella mujer de piel transparente, frente pecosa y voz chillona nos enseñaba las vocales como si fueran un acertijo, como si de un dibujo escondido se tratara. Y esta es una prueba verídica de que lo que digo; no me lo estoy inventando:
Sí, estas eran las vocales que Mademoiselle Brigitte, nos enseñaba con devoción enfermiza. Cuando se las enseñé a Ez, se quedó perplejo.
-Esta mujer era una torturadora -dijo-, ¿y sólo tenías seis años…?
Sí, seis añitos de nada, y dime tú si no hay otra forma más sencilla de enseñar las vocales a unas tiernas infantas. Ahora, pasado el tiempo, veo las intenciones artísticas de aquella mujer que intentaba aplicar sus ideas más innovadoras en un humilde parvulario de los suburbios de Barcelona. Porque lo más valioso que había en aquella clase era una pizarra negra y brillante, el traje de cheviot de Mademoiselle y los babis de cuadros azules que ella nos obligaba a llevar y por lo demás, pare usted de contar. Porque he visto mejores sillas y pupitres tirados en la calle.
Realmente mi educación infantil es un auténtico guión de cine indie, como dice Ez, porque además de las vocales y de los bofetones que nos propinaba con saña Mademoiselle; hay que sumar los esparadrapos que la burra de la normanda nos ponía en la boca cuando hablábamos (de haber existido en esa época el defensor del menor, le hubieran cerrado el chiringuito por overbooking de demandas al mes de inaugurar su cargo). Porque Mademoiselle, además de hacernos aprender aquellas excéntricas vocales, nos taponaba la boca con esparadrapo de tela. Sí, con un par de ovarios, o tres ¿quién sabe? Porque a lo mejor tenía uno de más y por eso era tan bestia. Si hablabas mucho o poco daba igual, porque, si la pillabas de malas, no tardaba ni tres segundos en sacar el rollo de esparadrapo del bolsillo derecho de su chaqueta, y en un momento con unas enormes tijeras metálicas que estaban encima de su mesa cortaba sin piedad un par de tiras simétricas, y listo, te dejaba la boca sellada un par de horas o cuatro, dependiendo. Y lo peor no era eso, lo peor venía luego en tu casa. Lo peor era despegarte aquella tela asfáltica de los labios. Porque parte del pegamento te arrancaba la piel y te dejaba los labios sangrando, y la otra parte se te quedaba pegada alrededor de la boca como una hilera de alquitrán que sólo desaparecía a base de alcohol y estropajo, hasta que la piel quedaba rota; y te acordabas de los tres ovarios de Mademoiselle para siempre. Los desmanes de Mademoiselle se acabaron un día que la tía Gina me tuvo que echar Mercromina en los labios, después de quitarme aquellos restos de goma, y mis gritos se oyeran desde lejos muy lejos; tal vez en algún pueblo de la provincia de Cuenca. Se presentó al día siguiente a la salida del colegio y le dijo a la normanda que como le volviera a cerrar la boca con esparadrapo a su sobrina, iba al puesto de la guardia civil y la devolvían al país de los gabachos en un tren de mercancías, y desde entonces M. Brigitte dejó de dar hostias y cerrar picos en un santiamén. Pero eso sí, no me volvió a mirar en los meses que quedaban de curso. Al año siguiente la señorita Clotilde, nacida en Calatayud, y bastante menos sofisticada que M. Brigitte nos hizo comprar la caligrafía del nº 2 de Rubio, donde las vocales se unían en trazos continuos y redondos.
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