Capítulo 1
Mi madre no paraba de repetirme que soy clavada a mi tía Regina. Y, yo no paro de repetirme día tras día mientras me tomo mi pastilla de Seroxat: Que ojalá, ojalá fuera como la tía Regina, porque excepto en el nombre, la tía Regina y yo no nos parecemos en nada.
A mi tía Regina le encantaban por este orden: la vida, el cine y su novio (un capitán de caballería inglés destinado en Barcelona, al que mi tía toreaba día si y día no, dejándole plantado por Marcello Mastroianni, Vittorio Gassman, Sofía Loren o Paul Newman, según pintara en la cartelera). Yo, hecha clónica a su imagen y semejanza, me he recorrido junto a ella todas las sesiones matinales de Barcelona, cuando los porteros llevaban librea verde o roja, se cubrían la cabeza con una preciosa gorra de plato; y te abrían las imponentes puertas de las salas como si fueran los guardianes que custodiaban la puerta de seguridad del Banco de la Unión Pacific.
-Regina, -le dijo el portero del cine Avenida una mañana de abril- ¿cómo te traes hoy a tu sobrina?, esta película no es para que la vea una niña.
Y ella: “pero si es tan pequeña que no se entera de nada”. Y él: “sí, pero esta vez no puedo permitir que la vea, hay una”…
Y le cuchicheó unas palabras al oído. La tía Regina le observó impasible, cada vez más embutida en su vestido sesentero con estampados cónicos, amarillos y azules. Apoyó con disimulo una pierna en uno de los escalones de la entrada, hasta que el vestido le llegó a la mitad del muslo.
-Mira Manuel –dijo con la voz más melosa que tenía-, es que mi hermana se la lleva a Madrid el lunes, y la pobre cría tiene un disgusto…
Un fruncidito de labios, un mohincito de mofletes, un movimiento del flequillo rubio que le tapaba los rabillos a lo Cleopatra que se había pintado, que le atravesaban como un rallajo los párpados de sus ojos verdes, y el portero se hizo de mantequilla.
-Anda pasa, pasa -dijo Manuel- mirando con disimulo el culo imponente de mi tía, y mirándome a mí con cara de pocos amigos.
¡Dios Santo, cómo aquel portero pudo hacer caso a una folle como mi tía! Maldita sea la hora en la que nos dejó pasar, porque en cuanto se apagaron las luces y aparecieron en la pantalla unos hombres feísimos y asquerosos que asaltaban a una Caperucita, con capuchón negro, me acordé de las palabras del portero. Tentada estuve de salir corriendo y colgarme de su cuello para que me salvara de tan horrible visión. ¡Pero, qué disgusto le hubiera dado a la tía Regina! Sí, me tragué El manantial de la doncella, con siete años recién cumplidos. Doy fe, de que no entendí nada, pero aquello fue fue fuerte, muy fuerte...
A la salida, mi tía, con la voz angelical que acostumbraba a sacar cuando sabía que había metido la pata hasta el fondo, del fondo, me preguntó, ¿Te ha gustado, Regina?. Y yo columpiándome de su mano, y bajando la escalinata del cine a toda prisa dije: claro, tiita.
Maldita cínica, como no fui capaz de decirle a la tiita, que ya estaba bien de jugar a Paulov conmigo. Desde ese día a Bergman me lo he tenido que tragar con un Alka-Seltzer. Da igual el tiempo que haya pasado, oigo nombrar a Bergman, y no puedo dejar de ver a aquellas figuras negras, feas y desdentadas acosando a aquella muchacha de cutis de porcelana y ojos de cristal.
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