martes, 21 de febrero de 2012

Pijos de Palo



Capítulo 6


En mi barrio algunos de mis vecinos quisieran ser pijos, repijos y fachas, y lo intentan a su manera. Muchas de  mis vecinas llevan las manos llenas de  sortijas de oro, o van vestidas con los logos falsificados de las grandes marcas  de pies a cabeza. Y no dudan en colgarse del hombro un  bolso Vuitton o un Dior,  por supuesto de plástico y todito  del top manta. A mí, particularmente, los oros nunca me han quedado bien. Recuerdo el sello de mi primera comunión, y hay que ver lo horroroso que le quedaba a mi dedo corazón el dichoso sello. Pero, no nos vayamos a engañar, yo también intento ser pija a mi modo. Tengo dos bonitos vestidos, uno de verano y otro de invierno que me los compré en un outlet de la calle Fuencarral y me costaron un congo de la paga de navidades. Sólo me los pongo para comprarme zapatos y cuando ceno con Ez.  Sí, lo mejor de mi armario son los zapatos y la ropa anterior. Y eso también se lo debo a la tía  Regina.
           -Reginita -me decía frecuentemente- no olvides que en la vida siempre hay que tener unos buenos zapatos y llevar la mejor ropa interior.
 Llevaba razón, porque ponte el mejor vestido de noche con zapatillas y a ver en que se queda. Pero lleva unos stilettos del famoso zapatero de las suelas rojas (Louboutin, o Laboutan, no me acuerdo bien de su nombre)  con una bata de guata y parecerá que llevas un abriguito de diseño. Y no te digo si además vas bien vestida por dentro, importa un pepino como vayas por fuera. Así que, con mi sujetador y braguitas de seda acariciándome la piel, cuando llego a la panadería y me pongo la casaca de algodón  made in China (0, 50 euros, como mucho, le ha debido de costar al fabricante que  las vende luego a 30 a las tiendas) con las letras  amarillas de Panipan impresas con pintura tóxica. Me creo que soy una señorita que lleva puesto su uniforme de panadera, y no una pobre diablo con una camiseta china. Y no sé para el resto, pero para mí hay una gran diferencia en lo que yo siento y en lo que soy para los demás. Por eso cada primero de mes dependiendo de la estación que toque, me pongo uno de mis vestidos bonitos,  ¡Y hala!, me lanzo como una loca a pisar zapaterías y a visitar la sección de lencería fina de los grandes almacenes.
El día que me quedé encerrada con Ez y la rubia en aquel ascensor, llevaba puesto un corpiño azul añil de encaje que la rubia casi me desabrocha en su intento de salir de allí, y que a Ez estoy convencida de que le ayudó bastante a enamorarse de mí.  Sin duda lo mejor de mi cuerpo son mis atributos mamarios (otra  de las cosas que no tengo en común con la tía Regina, que era lisa como una tabla), y se lo debo enteramente a mi madre, que usaba una 120 de pecho, claro que ella estaba delgada como un espárrago, y yo, aunque no gorda, soy un poco robusta como dirían  las dependientas de las tiendas de lujo.
A Ez le gusta la ropa interior, y más  le gusta  hacerme el amor con ella puesta; y menos mal porque con mi anterior novio, el socorrista, no me duraba ni un segundo puesta. A Paco le gustaba la desnudez sin nada de artificios; y yo casi lloraba cuando veía mis negligees color humo de La Perla tiradas en el suelo de su dormitorio, que no es de madera de roble como el de Ez, sino de terrazo áspero y de un color grisáceo más feo que los adoquines que hay en la entrada de la panadería. Eso hacía el socorrista con mi ropa interior, pero antes hubo otro hombre al que no he vuelto a ver más en mi vida, que me intentó quitar un precioso culotte color marfil con los dedos gordos de los pies. No lo consiguió, porque fingí una perforación de estomago y le juré que me iba al hospital para ver si me hacían un trasplante de intestino, y el hombre del que descendían los monos se lo tragó, porque yo en cuestión de enfermedades soy la hostia, y el tipo se lo creyó bien creído. Me marché de su casa corriendo (como liebre escopeteada) rumbo a la mía, y en cuanto llegué me di una ducha con lejía y me perfumé todo el cuerpo  con polvos de talco de mi caja de Rive Gauche…







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