jueves, 1 de marzo de 2012

Jessica Tandy y la madre de Edwarz



Capítulo 7


La madre de Ez es clavadita a Jessica Tandy en Paseando a Miss Daisy (1989, Bruce Beresford), pero con la cabeza completamente perdida. Mejor dicho con la educación totalmente perdida. En lo de la cabeza le llevan delantera las mujeres de la panadería, porque en la panadería me visitan diariamente una buena colección de ancianas que no saben en el día en que viven, y se visten como buenamente pueden. Zapatos de diferentes colores  y moños deshechos, los veo yo a diario. Sin ir más lejos,  Isabel, mi vecina del 3º C se pasa todo el día y parte de la noche andando por la casa, arrastando los pies en pasos minúsculos, y de vez en cuando (cada treinta minutos más o menos) pega unos berridos  que parece un guacamayo en celo. Puede resultar cruel esto que digo, lo sé, y no me río en absoluto de los gritos de mi vecina. Porque afortunadamente ella vive con Manuel, un santo varón de 87 años  que la cuida con el mismo amor que si ella fuera una niña de cuatro años, y  gracias a las práticas de tiro que hizo en la mili está sordo como una tapia. Imagino que el cuerpo humano en condiciones adversas se va adaptando poco a poco hasta convertir el medio más hostil en confortable.  Y de eso, los niños bolivianos que trabajan en las canteras cargando piedras que pesan tres veces  su peso, podrían dar charlas la mar de instructivas a la panda de adolescentes mimados que hacen botellón, viernes sí, sábado también en los parques de Madrid  dejando el cesped convertido en una alfombra de bolsas blancas y vasos de plástico. Y lo dejo ahí, porque si sigo hablando del botellón y de los comas etílicos que atienden cada fin de semana en el Samur, a la que se me va la cabeza es a mí. Llevo fatal el gasto de la Sanidad Pública en borrachos consentidos. En mi barrio, de alcoholicos estamos muy bien servidos,  no le dan al whisky ni a la ginebra, los nuestros  son de aguardiente y tintorro peleón.

La madre de Ez bebe: ginebra, vodka, y alcohol de 96ª si la dejaran; pero su verdadera pasión son los Dry Martini que su mucama le prepara a media tarde. Precisamente el día que la conocí a la tarde le quedaba muy poco tiempo y la madre de Ez llevaba mucha tarde bebiendo recostada en el enorme sillón de orejas color crema de su precioso cuarto de estar; y dormitaba risueña claqueteando el suelo con los tacones  al ritmo  de una melodía de Thelonious Monk (y yo hasta ese día no sabía ni una palabra del tal Thelonious, ni de jazz).
Ez le dijo a su madre que me llamaba Regina, y con gran esfuerzo la buena señora (que no mide más 140cm) se levantó, me miro de arriba a abajo con los ojos chisposos, redondos, igual de azules que los de Ez, me saludó muy cortesmente con un afectado: “Encantada de conocerla señorita Ava”.

Y se volvió a sentar en el sillón como si Ez y yo fuéramos dos sombras rellenas de algodón. Ez le repitió mi nombre tres veces más, ella se lo pasó por el palillo y las aceitunas del Dry Martini y siguió llamándome Ava, una y otra vez.
Aunque Ez trató de pedirme disculpas, y me explicó que su madre tiene fijación por poner nombre de actrices a todas las mujeres que le presenta; me sentí  bastante ridícula y ganas me dieron decirle que se dejara de meterme más bolas cinematográficas y que admitiese que su madre aquella tarde llevaba encima un pedo de colores. Pero no lo hice, porque la cara de tristeza de Ez me avisó  de que debe de existir algún drama familiar que le corroe el alma. Por eso nunca le he vuelto a hablar de los martinis de su madre, porque en cuanto yo me huelo un  trauma infantil huyo de él como si  de la peste bubónica se tratara…

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