Capítulo 8
El cine es ficción, pero a mí cada vez me aterra más el cinéma vérité. Lo siento, no me gusta un pelo. Imagino, que los críticos y cinéfilos que pululan por los incontables festivales de medio mundo necesitan premiar historias desgraciadas y terribles para mitigar la culpa que les produce llevar una vida acomodada; pero yo no las necesito. Tal vez Ez haya pasado muchas horas consolándose de su angustia existencial junto a sus amigos megapijosprogres (que se negaban a ir a la moda, a ponerse ortodoncia, o a sacarse el carnet de conducir, pero tenían una cuenta corriente con seis ceros como mínimo). Sí, soy una resentida social para qué lo voy a negar. Lo que hubiera dado por elegir mi forma de vida, y no que ella me eligiera a mí sin permiso.
La primera bronca que tuve con Ez fue a los dos meses de conocernos y por culpa del maratón de desgracias cinematográficas a las que me sometió sin piedad una tarde de sábado en el salón de su casa. La sesión empezó por: ¿A quién ama Gilbert Grape? (1993, Lasse Hallström), una preciosa historia en la América profunda donde unos pobres diablos soportan la vida como pueden. Yo, a los pijos de La Moraleja se la recomiendo encarecidamente, a los vecinos de mi barrio, no. Porque el que más y el que menos sabe lo que es tener una madre obesa a la que abandonó un padre, y un hermano tarado al que atender, y aunque Johnny Deep, DiCaprio y Juliette Lewis actúan que se te saltan las lágrimas, a mis vecinos les importaría un rábano su trabajo. Por si la vida de Gilbert me había sabido a poco, Ez se empeñó en que a continuación viéramos Whisky (2004, Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll), una película uruguaya premiada en Cannes, y con un Goya a la mejor película extranjera. Esta comedía dramática (ja, ja, qué risas) cuenta la vida de Jacobo, un empresario soso y triste como una malva que dirige una cochambrosa fábrica de calcetines feos como demonios. Y no hay más que ver las tres primeras secuencias de la película para darte cuenta que el hombre es un pringado. Conduce un viejo coche que no lo ha lavado en dos años, o tres. Las escobillas no limpian porque el cristal del parabrisas tiene siete capas de polución ambiental: lluvia, nicotina, hojas secas, excrementos de murciélagos, egagrópilas de lechuza (sí, yo también me sé palabras raras). Mientras a Ez se le encendían las pupilas de pasión y a punto estaba de caérsele la baba con la fascinante vida de este boyante empresario maltratado por la vida; a mí se me encogía el corazón pensando en Ricardo, un muchacho huérfano que vivía en el Raval que se habría llevado el Oscar al mayor pringado de Barcelona, si su vida se hubiera llevado al cine.
Ricardo trabajaba de dependiente en la ferretería del barrio y a pesar de estar todo el día manejando tuercas, clavos, cajas llenas de grasa y polvo parecía siempre recién salido de la ducha, aunque vivía alquilado en un cuchitril donde no había agua corriente. Pues a Ricardo, un Viernes Santo, después de salir en la procesión del barrio vestido de centurión romano, sus amigos, esos que tanto le quieren, le emborrachan y no contentos con eso, le meten en un autobús cocido como una merluza, y después de siete horas de viaje aparece en Madrid, sobrio, sin un duro y con el péplum apuntando al reloj de la Puerta del Sol. Y tras esa, ¿broma?, vuelve con tus amigos hasta que te preparen la próxima, porque no hay nadie más que ellos que quieran estar contigo. A eso llamo yo ser un pringado, y para serlo no hace falta llenarse los bolsillos de mugre.
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