viernes, 23 de marzo de 2012

El pánico, ese novio tan fiel. (Versión extendida)



 Capítulo 10


Nunca he tenido suerte con los hombres, nunca, ni siquiera con el loquero que me atendió cuando tenía 17 años. Fui a verle porque mi corazón galopaba más deprisa que un jockey a lomos de un pura sangre y en vez de tranquilizarme el galeno me sometió a un interrogatorio que me hizo sentirme como si yo fuera la prima hermana de Jack el Destripador. Me miró con cara de ajo en cuanto entré en su consulta, y le faltó poco para escupirme en la cara por cada síntoma que le iba contando.

      - Doctor…tengo miedo de salir a la calle.
      -¿Y qué más?
     -Tengo miedo de que a mi corazón se le olvide  latir, y se pare.
       -¿Y qué más?
        -Tengo miedo de irme al desierto (sabe Dios lo que se me había perdido a mí en la dunas), que me dé allí un ataque de nervios…  y como en el desierto no hay ningún hospital…
        -¿Y qué más?
       -Tengo miedo de que  la vida sea  una pesadilla y que yo sea la única   habitante de la Tierra que esté viva, y los demás ya sólo sean muertos.
           -¿Y qué más?
           -Tengo miedo de morirme.
           -¿Y qué más?

¿Y qué más, doctor…? El hombre estuvo tocándome los ovarios otro buen rato y finalmente me largó tres  recetas de Seroxat y otras tres de Lexatín, al tiempo que me decía: usted padece Crisis de Pánico y Agorafobia.

¡Vaya lumbrera de tío…!

<<Yo vivo en pánico, Dr. Cara de Cirio de San Cipriano. Lloro con pánico cada vez que pienso que me voy a morir. Y, lo peor de todo, siento pánico de mi misma, ¿lo entiende usted? Dr. Christopher Lee reconvertido en Psiquiatra>>.

Salí corriendo de aquella consulta blanca de paredes desconchadas con las recetas hechas un gurruño en el bolsillo izquierdo del abrigo, y sudando como una madeja de lana mojada. Al llegar a casa busqué en mi diccionario Larousse la palabra Agorafobia (el diccionario lo compró mi madre a plazos, a escondidas de el insípido, a un vendedor de enciclopedias que se pateaba el barrio cada primeros de mes) y su significado me dejó todavía más confundida.       
A pesar de no confiar ni un pimiento en aquel médico tan poco amable, pero especialista en miedos ajenos, empecé a tomar aquellas pastillas y poco a poco al cabo de algunos meses la química convirtió mi corazón en el de un ternero recién nacido. Y aunque los terneros nacen con el corazón latiendo a toda mecha, al igual que los bebés humanos, su latido se va acompasando y termina siendo un golpe de tiempo sincronizado con la vida. Y así fue, como   mi pánico a vivir  se fue diluyendo, pero en todas las batallas hay daños colaterales, y en mi caso la victoria  me dejó un rastro de tristeza y euforia que convivió  conmigo… a ratos, a días.
Y después de veinte años de bipolaridad crónica, pero muy bien llevada, cuando mi médica de cabecera (la Dra. Puerto, para más señas) a punto estaba de borrar del historial clínico mis vaivenes emocionales. Una luminosa, pero fría tarde de  noviembre de 2011;  la mucama de Ez, que es una cleptómana de los SMS ajenos, va,  y me larga con su inconfundible soniquete guatemalteco:

              -Señorita Regina… siento decirle… “El señorito Edward le ha quemado la pata”.          

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