Nunca he tenido suerte con los hombres, nunca, ni siquiera con el loquero que me atendió cuando tenía 17 años. Fui a verle porque mi corazón galopaba más deprisa que un jockey a lomos de un pura sangre y en vez de tranquilizarme el galeno me sometió a un interrogatorio que me hizo sentirme como si yo fuera la prima hermana de Jack el Destripador. Me miró con cara de ajo en cuanto entré en su consulta, y le faltó poco para escupirme en la cara por cada síntoma que le iba contando.
- Doctor…tengo miedo de salir a la calle.
-¿Y qué más?
-Tengo miedo de que a mi corazón se le olvide latir, y se pare.
-¿Y qué más?
-Tengo miedo de irme al desierto (sabe Dios lo que se me había perdido a mí en la dunas), que me dé allí un ataque de nervios… y como en el desierto no hay ningún hospital…
-¿Y qué más?
-Tengo miedo de que la vida sea una pesadilla y que yo sea la única habitante de la Tierra que esté viva, y los demás ya sólo sean muertos.
-¿Y qué más?
-Tengo miedo de morirme.
-¿Y qué más?
¿Y qué más, doctor…? El hombre estuvo tocándome los ovarios otro buen rato y finalmente me largó tres recetas de Seroxat y otras tres de Lexatín, al tiempo que me decía: usted padece Crisis de Pánico y Agorafobia.
¡Vaya lumbrera de tío…!
<<Yo vivo en pánico, Dr. Cara de Cirio de San Cipriano. Lloro con pánico cada vez que pienso que me voy a morir. Y, lo peor de todo, siento pánico de mi misma, ¿lo entiende usted? Dr. Christopher Lee reconvertido en Psiquiatra>>.
Salí corriendo de aquella consulta blanca de paredes desconchadas con las recetas hechas un gurruño en el bolsillo izquierdo del abrigo, y sudando como una madeja de lana mojada. Al llegar a casa busqué en mi diccionario Larousse la palabra Agorafobia (el diccionario lo compró mi madre a plazos, a escondidas de el insípido, a un vendedor de enciclopedias que se pateaba el barrio cada primeros de mes) y su significado me dejó todavía más confundida.
A pesar de no confiar ni un pimiento en aquel médico tan poco amable, pero especialista en miedos ajenos, empecé a tomar aquellas pastillas y poco a poco al cabo de algunos meses la química convirtió mi corazón en el de un ternero recién nacido. Y aunque los terneros nacen con el corazón latiendo a toda mecha, al igual que los bebés humanos, su latido se va acompasando y termina siendo un golpe de tiempo sincronizado con la vida. Y así fue, como mi pánico a vivir se fue diluyendo, pero en todas las batallas hay daños colaterales, y en mi caso la victoria me dejó un rastro de tristeza y euforia que convivió conmigo… a ratos, a días.
Y después de veinte años de bipolaridad crónica, pero muy bien llevada, cuando mi médica de cabecera (la Dra. Puerto, para más señas) a punto estaba de borrar del historial clínico mis vaivenes emocionales. Una luminosa, pero fría tarde de noviembre de 2011; la mucama de Ez, que es una cleptómana de los SMS ajenos, va, y me larga con su inconfundible soniquete guatemalteco:
-Señorita Regina… siento decirle… “El señorito Edward le ha quemado la pata”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario