Capítulo 12
<<Verá, fue en las rebajas, hace un mes compré este jersey de cachemir verde para mi novio, y a dos días de regalárselo su mucama me confesaba que el señorito Edwardz me estaba “quemando la pata”. Quémelo, regáleselo a los chicos de La Farola, cuélguelo de nuevo en su estantería de imitación de madera de nogal; o si puede hágame un vale. Tal vez cuando llegue la primavera lo pueda cambiar por un pañuelo de cuello para mí. Soy panadera, el dinero no me sobra, y no quisiera perder los ochenta euros que me costó este precioso jersey de diseño italiano con puños y mangas de popelín a rayas>>
Esas eran exactamente las palabras que tendría que haberle dicho al dependiente gay que me miraba detrás del mostrador con ojos de pantera hambrienta. Pero en vez de eso le entregué la bolsa de cartón negro, con letras plateadas, que guardaba en el armario de mi casa para el cumpleaños de Ez, y le largué una soberana mentira.
-Mire que coincidencia…pero ya le regalaron un jersey igualito a mi novio…
El dependiente de los ojos de pantera, y calva reluciente (¿habrá Netol para las calvas?) me miró un buen rato, supongo que diseccionaba los rabillos negros a lo Cleopatra que me había pintado esa mañana y que a las siete de la tarde debían de formar un círculo gris marengo bajo mis parpados hinchados.
“Tururú de La Habana” -me dijo- mientras me alargaba un kleenex y se pasaba con disimulo el dedo índice por sus planchadas patas de gallo para ver si yo caía en la cuenta de que mi cara era la de un mapache con gripe.
“Tururú de La Habana” -me volvió a decir-, que le contara otro cuento chino, qué ese no se lo tragaba, y me dejó muy clarito que la dirección tenía órdenes muy estrictas para no cambiar mercancía tan caduca. Qué me tomara unos rabos de pasas para la memoria, y que la próxima otra vez hiciera los regalos con menos antelación.
Humillada, y sin negrura en los ojos, salí de la tienda balanceando la bolsa de cartón como si fuera una bailarina de charlestón que jugase divertida con uno de sus largos collares de perlas. Tal ímpetu le puse al ejercicio que el jersey saló disparado del envoltorio y fue a caer sobre el capó de un coche que estaba aparcado en la calle Claudio Coello, (la calle donde se encuentra la tienda de la pantera calva).
Seguí caminando sin mirar atrás y dejé la caja de cartón con asas de cordón blanco en la primera papelera que encontré. Cuando estaba a punto de llegar al cruce con la calle Hermosilla, una vieja con la cara plastificada por el botox y con un moño petrificado por exceso de laca me tiró de una de las mangas del abrigo para decirme que me había dejado olvidado un jersey encima del capó de su coche.
-Y vaya usted más atenta, que casi me asfixio por devolvérselo -me dijo toda amable-. Mientras corría de nuevo calle arriba.
Eso es lo que tiene el barrio de Salamanca, que robar, no te roban, pero para echarte la bronca están dispuestísimos.
Tentada estuve de atar el jersey a un semáforo, pero el miedo a que otra samaritana de la buenas costumbres me llamara al orden, y empezara otra vez con la misma copla: “Señorita, sí, usted la despistada, que se ha dejado el jersey en un semáforo”. Me dejó sin las malditas ganas de hacerlo.
En mi barrio, en cambio, van más al grano. Deja tú el dichoso jersey verde encima del capó de un coche y a ver lo que dura allí, tres segundos justitos, no le doy más.
Y si te ven atándolo a una farola, se llevan la farola, el jersey, y te sueltan partidos de risa: “Tía, a ti se te ha ido la pinza, pero este jersey me queda “de buten”.
Así son de resolutivos ellos, no se andan con remilgos. Ante la perspectiva de otra bronca ciudadana, con todo el dolor de mi corazón me marché a casa de Ez y se lo regalé a su mucama, y Rascafría no me preguntó nada, aunque ella y yo sabíamos las lagrimas que llevaba cada brizna de lana de aquel esponjoso tejido.
De vuelta a mi barrio he hecho el camino andando por el descampado que queda del Metro hasta mi casa. Un primer tramo lo he hecho llorando y he llorado más cuando he visto a una “pareja de retrasados” paseando su amor de la mano, en un mismo paso, en un milimétrico andar acompasado. Él, alto, moreno, tostado por el sol, con la barba descuidada y los ojos extraviados, parecía un presidiario que llevara el uniforme de la cárcel de Alcalá Meco. Ella, baja, rechoncha, fajada en una camiseta fucsia y unos vaqueros elásticos que le dejaban el culo aplastado como una carpeta. Una chica en silla de ruedas con el pelo rubio oxigenado y los brazos y piernas reducidos a escombros de tullimiento me ha cortado las lagrimas de cuajo. Luego, las voces de dos yonkis caminando con su colocón de lunes en manga corta, a pesar del frío, con el alma a cuestas y con la vida troceada en papelinas de coca se han llevado mi tristeza.
-Yo soy un hombre serio -le dice él- y estoy harto de ti.
Su melena larga y gris le tapa media cara, y en la otra media sólo se ve una oreja agujerada donde ya no le queda ni un solo pendiente de plata de los que solía llevar. La mujer, su compañera, camina detrás con paso enérgico apoyada en una muleta a pesar de la enorme mochila azul marino que lleva a la espalda.
-Es mentira, es mentira -repite una y otra vez.
Ez no me mintió a la vuelta del Festival de Gijón; vuelve a estar enamorado de la mujer flaca, rubia y con nariz de cerdito.
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