lunes, 4 de marzo de 2013

Mi novio el rata





Capítulo 26

Los del barrio le llaman cariñosamente Marcelo el periodista (porque es el dueño del kiosco de periódicos). Yo, sin cariño ninguno, le llamo Marcelo el rata. Porque Marcelo tiene conciencia de pobre y eso es lo más terrible que le puede pasar a uno por mucho dinero que gane. Yo fui para Marcelo el simbolismo de la riqueza, ya que por trabajar en la panadería tenía pan gratis  todos los días, y mi sueldo, aunque pequeño, no me faltaba a fin de mes.


Pero Marcelo a pesar de ser un pequeño burgués y pagarse él solito la Seguridad Social (que es lo que hacen los trabajadores autónomos de toda la vida), se consideraba el hombre con menos fortuna de la tierra. Lo conocía de la panadería, de venderle un pistolín raquítico por 0,45 euros cada miércoles. Una semana justa  le duraba la barrita de pan, que debía de racionar  como si fuera  el mismísimo  ciego de El lazarillo de Tormes.  Empecé invitándole una tarde al cine a ver Las horas (se durmió a los cinco minutos de  sentarse en la butaca) y terminó cenando en mi casa día sí y día no.
Marcelo era un buen amante, no lo voy a negar, y cada día se esmeraba por ser mejor. Cuidaba su cuerpo como si fuera un atleta maratoniano. Además de llevar una dieta espartana, y no beber una gota de alcohol, Marcelo corría quince kilómetros a lo Fermín Cacho todos los días. Nunca tomaba ni un gramo de azúcar,  y más de una vez tuve el presentimiento de que podría echar a volar por la cantidad de pechugas de pollo que devoraba, eso sí, siempre a la plancha.

 Marcelo tenía un pene perfecto, un cuerpo perfecto, pero desgraciadamente, una mente bastante oxidada. Aparte de leer El País todos los días de cabo a rabo y recitarme artículos de política, pare usted de contar. Marcelo  se reía de mis libros y novelas,  y no paraba de repetirme que yo era una obrera y leer libros que despertaran  mi sed de riqueza solo me iban a llevar a la ambición  capitalista, y por lo tanto a la insatisfacción y a la depresión. Hasta que un día harta de  su tacañería enfermiza, de sus broncas, de sus manías, que eran muchas, y no merecen la pena ser relatadas; decidí dejarle utilizando una sofisticada arma secreta.

Una noche le esperé en pelotas encima de la cama con cincuenta billetes de metro repartidos en mi cuerpo desnudo. Cincuenta euros fue la cantidad exacta que me costó dejar a Marcelo, porque el gasto no justificado era para él, invocar  al mismo demonio. Y no me equivoqué un pelo, porque en cuanto entró por la puerta  y me encontró de esa guisa, recogió  su par de calzoncillos, el cepillo de dientes, y su ridículo calzón rojo y se marchó de mi casa dando un portazo, llamándome loca, irresponsable y culpándome de haber roto nuestra maravillosa historia de amor.
Todos alguna vez hemos utilizado a otros con premeditación y alevosía, y yo reconozco haber utilizado a Marcelo por su atributos de gladiador romano, pero no sólo de carne se alimenta el alma humana, y yo por el momento sigo prefiriendo el escuálido cuerpo de Ez, su ausencia de músculos y compartir la locura del mundo en pequeños ratos de silencio, mientras su piel y la mía cambian cromos… 


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