Capítulo 26
Los del barrio le llaman cariñosamente Marcelo el periodista (porque es el dueño del kiosco de periódicos). Yo, sin cariño ninguno, le llamo Marcelo el rata. Porque Marcelo tiene conciencia de pobre y eso es lo más terrible que le puede pasar a uno por mucho dinero que gane. Yo fui para Marcelo el simbolismo de la riqueza, ya que por trabajar en la panadería tenía pan gratis todos los días, y mi sueldo, aunque pequeño, no me faltaba a fin de mes.
Los del barrio le llaman cariñosamente Marcelo el periodista (porque es el dueño del kiosco de periódicos). Yo, sin cariño ninguno, le llamo Marcelo el rata. Porque Marcelo tiene conciencia de pobre y eso es lo más terrible que le puede pasar a uno por mucho dinero que gane. Yo fui para Marcelo el simbolismo de la riqueza, ya que por trabajar en la panadería tenía pan gratis todos los días, y mi sueldo, aunque pequeño, no me faltaba a fin de mes.
Pero
Marcelo a pesar de ser un pequeño burgués
y pagarse él solito la Seguridad Social (que
es lo que hacen los trabajadores autónomos
de toda la vida), se consideraba el hombre con menos fortuna de la tierra.
Lo conocía de la panadería, de venderle un pistolín raquítico por 0,45 euros
cada miércoles. Una semana justa
le duraba la barrita de pan, que debía de racionar como si fuera el mismísimo ciego de El lazarillo de Tormes. Empecé invitándole una tarde al cine a
ver Las
horas (se durmió a los cinco minutos de sentarse en la butaca) y terminó cenando en mi casa día sí y
día no.
Marcelo
era un buen amante, no lo voy a
negar, y cada día se esmeraba por ser mejor.
Cuidaba su cuerpo como si fuera un atleta maratoniano. Además de llevar una
dieta espartana, y no beber una gota de alcohol, Marcelo corría quince
kilómetros a lo Fermín Cacho todos
los días. Nunca tomaba ni un gramo de azúcar, y más de una vez tuve el presentimiento de que podría echar a
volar por la cantidad de pechugas de pollo que devoraba, eso sí, siempre a la
plancha.
Marcelo tenía un pene perfecto, un cuerpo
perfecto, pero desgraciadamente, una mente bastante oxidada. Aparte de leer El
País todos los días de cabo a rabo y recitarme artículos de política, pare
usted de contar. Marcelo se reía de mis libros y novelas, y no paraba de repetirme que yo era una
obrera y leer libros que despertaran
mi sed de riqueza solo me iban a llevar a la ambición capitalista,
y por lo tanto a la insatisfacción y a
la depresión. Hasta que un día harta de su tacañería enfermiza, de sus broncas, de sus manías, que
eran muchas, y no merecen la pena ser relatadas; decidí dejarle utilizando una sofisticada arma secreta.
Una
noche le esperé en pelotas encima de la
cama con cincuenta billetes de metro
repartidos en mi cuerpo desnudo. Cincuenta euros fue la cantidad exacta que me
costó dejar a Marcelo, porque el gasto no justificado era para él, invocar al mismo demonio. Y no me equivoqué un
pelo, porque en cuanto entró por la puerta y me encontró de esa guisa, recogió su par de calzoncillos, el cepillo de dientes, y su ridículo
calzón rojo y se marchó de mi casa dando un portazo, llamándome loca, irresponsable y culpándome de haber roto nuestra
maravillosa historia de amor.
Todos
alguna vez hemos utilizado a otros con premeditación y alevosía, y yo reconozco
haber utilizado a Marcelo por su atributos de gladiador romano, pero no sólo de carne se alimenta el alma humana,
y yo por el momento sigo prefiriendo el escuálido cuerpo de Ez, su ausencia de
músculos y compartir la locura del mundo en pequeños ratos de silencio, mientras
su piel y la mía cambian cromos…
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