Capítulo 30
Recuerdo la primera vez que vi Amores Perros. Acababa de romper con mi novio el rata, (aquel hombre tacaño al que espanté con los billetes de metro), la vi sola en los cines Princesa, sí, esos que están en la Plaza de los Cubos, esa
plaza que puede pertenecer a cualquier ciudad del mundo, con su Vips, su Burger
y varios bares de tapas con terraza; con gente que va y viene pululando de un
lado a otro.
Un pequeño territorio que también pertenece a los mendigos que viven
bajo los subterráneos que comunican la plaza con la calle Martín de los Heros.
Un lugar de paso donde los skaters trampean el asfalto en movimientos alados, huyendo de la
polución que se pega a los zapatos. Es el Infierno o el Purgatorio, depende
del momento vital en el que te encuentres.
Con Amores perros lloré por primera vez después del
entierro de mi padre. Porque así como la tía Regina, en mi infancia, me metía
en apuros existencialistas llevándome a ver películas que no se correspondían
con mi edad. Yo, a mi tía, la metía en apuros caninos cada dos por tres.
-Tía Regina, mira que cara tiene ese
perro, qué triste está, ¿por qué está tan flaco, tía Regina?. Nos lo llevamos a
casa tíita y le damos de comer.
La tía Regina, a veces, se hacía
la sorda y alguna vez me dejaba llevarme al pobre animalito a casa. Y casi
siempre, al día siguiente, antes
de que yo me despertara el perro había desaparecido. La explicación era siempre la misma:
“Reginita, ha venido el dueño del
perro, lo que son las cosas, resulta que se le había escapado, y claro, el
hombre se lo ha llevado a su casa”.
Entonces, yo, buscaba al perro
por todo los rincones, y al ver que no estaba me cogía una rabieta
monumental, pero al rato se
acababa pasando, y para el mediodía estaba muy contenta de que aquel pobre
perro tuviera un dueño que le había echado de menos.
A día de hoy
ignoro las veces que me engañó la
tía Regina, porque estoy segura de que era ella misma la que abría la puerta de
la calle en cuanto yo me dormía y echaba a los perros vagabundos de nuestra
casa. A pesar de todo, prefiero
pensar que no fue así, y que cada perro que recogí tenía un dueño propio que lo
cuidó hasta que se murió de viejo.
Prefiero pensar en una bonita historia que sucedió cuando yo vivía en Barcelona, y que convirtió a
un perro, Pinky, en una leyenda urbana:
Cerca de la
casa de la tía Regina, vivía la única familia potentada de El Raval. Regentaban
una pequeña mercería que además de botones, hilos de mil colores y agujas de
coser surtía de perfumes a granel al barrio. La tía Regina me mandaba allí con
frecuencia para que le comprara laca y una colonia francesa que Rosario, la
dueña de la mercería, le traía a mi tía de Andorra.
Rosario era una extremeña con mucha gracia que tenía absolutas dotes de mercader fenicio. Un día fui a comprar una pastilla de jabón y salí de la mercería, con la pastilla de jabón, un plumier y cinco gomas de borrar que olían a nata. La tía Regina me obligó a devolver el plumier, porque yo ya tenía uno y bien bonito; las gomas no pudieron volver al escaparate de la mercería, porque durante el camino a casa las fui royendo atraída por ese irresistible aroma a chicle que desprendían (yo en esa época, me comía las uñas, los capuchones de los bolígrafos y cualquier cosa que estuviera mucho tiempo entre mis dedos).
Rosario era una extremeña con mucha gracia que tenía absolutas dotes de mercader fenicio. Un día fui a comprar una pastilla de jabón y salí de la mercería, con la pastilla de jabón, un plumier y cinco gomas de borrar que olían a nata. La tía Regina me obligó a devolver el plumier, porque yo ya tenía uno y bien bonito; las gomas no pudieron volver al escaparate de la mercería, porque durante el camino a casa las fui royendo atraída por ese irresistible aroma a chicle que desprendían (yo en esa época, me comía las uñas, los capuchones de los bolígrafos y cualquier cosa que estuviera mucho tiempo entre mis dedos).
Rosario era
una buena mujer, aunque hubiera inventado a pequeña escala el consumismo a
débito. Es verdad que siempre te engatusaba con su labia para que compraras lo
que no necesitabas, pero te fiaba la mercancía, y le daba igual que se la
pagaras en minúsculos plazos.
Rosario tenía dos hijos, de doce y catorce años, traviesos, sí, pero no eran de los que me tiraban piedras cuando iba sola por la calle. La mala gente habita en todas partes, y no hace mucho ruido.
Rosario tenía dos hijos, de doce y catorce años, traviesos, sí, pero no eran de los que me tiraban piedras cuando iba sola por la calle. La mala gente habita en todas partes, y no hace mucho ruido.
Rosario era
viuda, pero vivía con Bernardo un hombre bruto y malhumorado que se ganaba la vida como pintor de brocha
gorda. Le recuerdo siempre con la cara llena de manchas de cal y con un mono
blanco salpicado de goterones de pintura. Ignoro el cariño que ese hombre tosco
y amargado podía darle a Rosario, porque así como ella tenía una voz llena de
alegría, la voz de Bernardo pesaba como una losa y te dejaba sin fuerzas para
moverte. A mí, Bernardo me daba miedo, y era sabido por todo el barrio que usaba
una correa de cuero cuando los
hijos de Rosario no le obedecían.
Un día del mes de septiembre, los dos hijos de
Rosario al salir de la escuela se encontraron en el camino a
un perro apaleado, el perro, un precioso cachorro de pastor alemán, tenía la
tripa muy hinchada, una oreja partida en dos y las dos patas delanteras cercenadas por varios sitios. Los dos hermanos suplicaron llorando a Rosario que les dejara quedarse con el perro, y Rosario consintió en que sus hijos cuidaran a
aquel animal tan herido. Bernardo no puso ninguna objeción, porque estaba convencido de que el
pobre perro moriría en unas horas.
Pero no fue así, porque Pinky (así se llamó el perro en su segunda reencarnación) fue mejorando poco a poco, a medida que aquellos críos le curaban diariamente las heridas con agua caliente y una pomada antibiótica de color marrón que apestaba a aceite de alcanfor. Al mes pudo levantarse, y en cuanto Pinky pudo andar sobre sus patas sin dolor, se hizo inseparable de sus salvadores.
Pero no fue así, porque Pinky (así se llamó el perro en su segunda reencarnación) fue mejorando poco a poco, a medida que aquellos críos le curaban diariamente las heridas con agua caliente y una pomada antibiótica de color marrón que apestaba a aceite de alcanfor. Al mes pudo levantarse, y en cuanto Pinky pudo andar sobre sus patas sin dolor, se hizo inseparable de sus salvadores.
Cada tarde al
salir del colegio los hermanos se sentaban en los escalones de su casa a comer pipas y cambiar cromos de
futbol con los amigos del barrio, Pinky, como uno más de la pandilla, también comía pipas. Sabía pelarlas, las desgranaba cuidadosamente con sus dientes y se comía la
semilla escupiendo la cáscara. Pinky era el orgullo de sus pequeños amos.
Y era un
gusto ver a aquel grupo de muchachos jugar al escondite con Pinky. Yo los observaba desde el otro lado de
la acera, mientras simulaba leer un libro, a pesar de estar triste, dejaba que
la felicidad de mis vecinos me contagiara un poco, aunque fuera sólo de lejos.
Cuando llegaron
las navidades, Pinky estaba totalmente restablecido, y era un espectáculo ver como cada tarde saludaba a sus salvadores
cuando estos llegaban del colegio. Se tumbaba en el suelo boca arriba, y su larga
cola barría la acera, mientras sus dueños le rascaban la tripa. Cuando llegaron las vacaciones
de Navidad, llegaron también las notas y los hermanos trajeron una buena
colección de suspensos. Bernardo sacó de nuevo la correa de cuero, pero esta vez, sólo logró darle tres correazos
al mayor de los hermanos, porque Pinky al oír los gemidos de dolor, subió las
escaleras que separaban el pequeño patio de la vivienda y se abalanzó
sobre Bernardo hincándole los colmillos en el brazo que sostenía la correa, y sin soltarlo, haciendo
fuerza sobre sus patas traseras, zarandeó a Bernardo hasta hacerle caer al suelo. Y ninguno de
los hermanos le dijeron nada a Pinky. Los gritos de Bernardo, tullido en mitad de un charco de sangre, alertaron a lo vecinos. Cuando llegó la policía, Rosario, los dos hermanos y Pinky estaban muy lejos de El Raval camino de un nuevo destino.
Amores perros habla de la lealtad, del deseo no correspondido, de luchas encarnizadas entre animales que pertenecen a hombres sanguinarios, y de la necesidad que tenemos todos de amar y de que nos amen; aunque a veces el amor nos deje malheridos, tan malheridos como Pinky. Un perro que comía pipas mientras hojeaba con su hocico las páginas de los tebeos que leían sus incondicionales amigos.