La
cocina no es lo mío, en cuestión de fogones soy igualita que Holly Golightly la protagonista de Desayuno en Tiffany’s. Puedo cocinar
unos escargots a la crema de frambuesas confitadas que son incomibles, pero
me salen en su punto, y en cambio unas lentejas con chorizo las achicharro o si
sobreviven al socarramiento, sólo saben a un aguachirle light.
Capote sigue siendo uno de mis
escritores favoritos, tengo muchos más, pero nadie como él disecciona las
soledades humanas y es capaz de envolverlas en papel de plata para que te las
tragues sin darle mucha bola en la boca. Como diría Ez, todos sus personajes tienen
conflicto, evolucionan y encierran pequeños secretos que vas descubriendo página
a página hasta que la trama te contamina con las pequeñas pasiones de cada uno
de ellos.
Me
hubiera gustado ser Holly, esa mujer
tan libre, que vive la vida como si cada día fuera una fiesta. Pero salvo que a ninguna nos gustan los animales enjaulados, y que seguramente allá en Oklahoma algún insípido le tocó
algo más que las narices, mi parecido con la Holly que describió Truman Capote en su libro, es puro humo.
Yo no
soy ninguna valiente, soy terriblemente rehén del amor y del cariño. Es cierto que
también tengo la malea que tenía
Holly muy a menudo, pero a mí la malea no se me quita cuando entro en un lugar
tan lujoso como Tiffany. Y que
conste que yo por parecerme un poco a la señorita
Golightly hubiera tenido hasta un
gato tuerto; y lo tuve, pero al acariciarlo me daba una alergia en la piel
tan feroz que tuve que regalar al
minino el segundo día de comprarlo en el Rastro por 20 euros.
Un día
de los que me levanté hecha trizas, sin saber por qué, (eso es lo más jodido de la
malea). Me vestí con mi mejor vestido, me puse mis mejores zapatos y desde
Atocha, que es la estación donde me deja en tren de cercanías tomé un taxi
hasta la calle Ortega y Gasset (donde están las tiendas más
bonitas y lujosas de Madrid), y a falta de la
esquina de la quinta avenida con la calle 57 (N. York), me detuve delante
del escaparate del Tiffany madrileño, saqué del bolso una bolsa de rosquillas
con sabor a naranja de las que vendo habitualmente en la panadería y me la comí
en tres mordiscos, a continuación entré en la tienda buscando esa seguridad que
la protagonista de la novela de Capote decía encontrar, y lo que me pasó fue de
traca. Porque en cuanto entré en aquel lugar lleno de vitrinas de madera y
cristal, miré a los tres dependientes de sonrisas tan resplandecientes y
pulidas como los mostradores que exhibían un montón de diamantes, me sentí desnuda, absolutamente desnuda delante
de tres extraños que me examinaban de arriba a bajo y que me sonreían detrás de
unos escrutadores ojos negros, que brillaban igual que sus zapatos de charol. Y
el miedo a desmayarme allí mismo y caerme redonda en aquella alfombra verde piscina y marrón, tan mullida,
fue tan grande que salí apresuradamente de aquel lugar ante el asombro de los
guapísimos y estirados dependientes.
Me
metí en el primer autobús que pasó por
allí cerca y acabé en casa de Ez
llorando en su hombro, mientras le contaba entre gimoteos y lágrimas que me
habían robado el monedero en la puerta del Sol. Ese fue mi fracaso más estrepitoso por querer ser Holly Golightly. Aquel
sábado acabaron mis experimentos en las tiendas de lujo. Porque segura y a
salvo, sólo me he sentido con Ez haciendo el amor en su habitación atestada de
libros y póster de películas. Y me siento muy segura cuando Rascafría me pasa a
la salita de estar de Jenner 5, entonces la madre de Ez me guiña un ojo y con el gin tonic vespertino
en la mano me dice:
En
cuanto la madre de Ez vuelve a confundirme con Ava Gardner y me sonríe entornando
sus ojillos risueños… es entonces cuando la
malea se escapa por la ventana.
Hace
mucho tiempo que me comí una rosquilla de naranja frente al escaparate de Tiffany,
tanto, que a veces no recuerdo la cara
de Ez, pasa eso a veces. Las caras de tanto quererlas se gastan en sombras
de olvido.
Ayer
fui a ver a una bruja, aunque no creo en los horóscopos, ni en los videntes,
pero, ¡Ay! A veces uno hace tantísimas
cosas en las que no cree. A la
bruja me la recomendó Luzdivina (mi vecina cotilla) un día que me vio subir a
mi casa agarrada a la barandilla de la escalera, como si aquel pasamanos
de madera fuera la mismísima barandilla
del Titanic a punto de hundirse.
La bruja vivía en un pisito más pequeño que el mío de la calle más adinerada del barrio de Salamanca. En cambio, Laly, que así se llamaba esta pitonisa del amor, me recibió en un cuartucho ahumado de tabaco, y con unas cortinas de ganchillo beige, tirando a negras que Luzdivina habría prendido fuego nada más verlas por la cantidad de ácaros y bacterias mortíferas que debían de tener encima. La bruja tenía las manos enfundadas en unos mitones con tiras de velcro azul marino, porque por lo visto tenía los tendones de los dedos hechos mistos de tanto repartir cartas. Me lo dijo con un pitillo en la boca medio apagado y vestida con una bata roja, tan amplia, una bata en la que habrían cabido sin dificultad, ella, y Orson Welles en su época más oronda. Pero aquella mujer de ojos grandes, demasiado vieja para ser joven, y demasiado joven para ser vieja (esto lo dice la protagonista de una famosa película…¿Lo adivinas?) desprendía tal vitalidad, que si al principio tuve ganas de irme de su casa por el acceso de tos que me dio aquella atmósfera ambiental tan llena de animales microscópicos, se me quitaron instantáneamente cuando empecé a ver como las cartas revoloteaban a mi alredor y se depositaban en la mesa cómo si fueran pequeños aeroplanos multicolores. Laly no me echaba las cartas, me las tiraba como una crupier del casino de Torrelodones. No me extrañó que sus tendones estuvieran bailando el cha-cha-chá. Las cartas salían disparadas de sus dedos a una velocidad de vértigo.
Me
habló de mil cosas sobre mi pasado y no acertó ni una, se aventuró a predecir diez nombres de hombres que
iban a estar locos por mí en un futuro muy próximo. La salud me la pintó buena,
me recomendó ejercicio, me aventuró un viaje, y cuando yo ya estaba a punto de
dar por perdidos mis treinta euros en aquellas elucubraciones de loca. Barajó
de nuevo las cartas a la velocidad del rayo, las cortó en tres montones,
levanto una de ellas muy despacio y descubriendo una sota de espadas va y me
dice:
“Veo a una
mujer vestida de novia en un desierto. Debe decir la verdad para ser feliz”.
Y se
quedó más pancha que ancha. Y no me quiso contestar nada, porque según ella las
cartas habían hablado de más.
Y
con ese epitafio de película Indie, me fui para la casa de Ez para que
Rascafría me preparara un gin tonic cargadito.
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