lunes, 29 de abril de 2013

Ven Pinky


Capítulo  30
Recuerdo la primera vez que vi Amores Perros. Acababa de romper con mi novio el rata, (aquel hombre tacaño al que espanté con los billetes de metro), la vi sola en los cines Princesa, sí, esos que están en la Plaza de los Cubos, esa 
plaza que puede pertenecer a cualquier ciudad del mundo, con su Vips, su Burger y varios bares de tapas con terraza; con gente que va y viene pululando de un lado a otro. 
Un pequeño territorio que también pertenece a los mendigos que viven bajo los subterráneos que comunican la plaza con la calle Martín de los Heros. Un  lugar de paso  donde  los skaters trampean el asfalto en  movimientos alados, huyendo de la polución que se pega a los zapatos. Es el Infierno o el Purgatorio,  depende del momento vital en el que te encuentres.

Con Amores perros  lloré por primera vez después del entierro de mi padre. Porque así como la tía Regina, en mi infancia, me metía en apuros existencialistas llevándome a ver películas que no se correspondían con mi edad. Yo, a mi tía, la metía en apuros caninos cada dos por tres.

      -Tía Regina, mira que cara tiene ese perro, qué triste está, ¿por qué está tan flaco, tía Regina?. Nos lo llevamos a casa tíita  y le damos de comer.

La tía Regina, a veces, se hacía la sorda y alguna vez me dejaba llevarme al pobre animalito a casa. Y casi siempre,  al día siguiente, antes de que yo me despertara el perro había desaparecido.  La explicación era siempre la misma:

“Reginita, ha venido el dueño del perro, lo que son las cosas, resulta que se le había escapado, y claro, el hombre  se lo ha llevado a su casa”.

Entonces, yo, buscaba al perro por todo los rincones, y al ver que no estaba me cogía una rabieta monumental, pero al rato  se acababa pasando, y para el mediodía estaba muy contenta de que aquel pobre perro tuviera un dueño que le había echado de menos.

A día de hoy ignoro las  veces que me engañó la tía Regina, porque estoy segura de que era ella misma la que abría la puerta de la calle en cuanto yo me dormía y echaba a los perros vagabundos de nuestra casa.  A pesar de todo, prefiero pensar que no fue así, y que cada perro que recogí tenía un dueño propio que lo cuidó  hasta que se murió de viejo. Prefiero pensar en una bonita historia que sucedió cuando  yo vivía en Barcelona, y que convirtió a un perro, Pinky, en una leyenda urbana:

Cerca de la casa de la tía Regina, vivía la única familia potentada de El Raval. Regentaban una pequeña mercería que además de botones, hilos de mil colores y agujas de coser surtía de perfumes a granel al barrio. La tía Regina me mandaba allí con frecuencia para que le comprara laca y una colonia francesa que Rosario, la dueña de la mercería, le traía a mi tía de Andorra. 
   Rosario era una extremeña con mucha gracia que tenía absolutas dotes de mercader fenicio. Un día fui a comprar una pastilla de jabón y salí de la mercería, con la pastilla de jabón, un plumier y cinco gomas de borrar que olían a nata. La tía Regina me obligó a devolver el plumier, porque yo ya tenía uno y bien bonito; las gomas no pudieron volver al escaparate de la mercería, porque durante el camino a casa las fui royendo atraída por ese irresistible aroma a chicle que desprendían (yo en esa época, me comía las uñas, los capuchones de los bolígrafos y cualquier cosa que estuviera mucho tiempo entre mis dedos).
Rosario era una buena mujer, aunque hubiera inventado a pequeña escala el consumismo a débito. Es verdad que siempre te engatusaba con su labia para que compraras lo que no necesitabas, pero te fiaba la mercancía, y le daba igual que se la pagaras en minúsculos plazos. 
 Rosario tenía dos hijos, de doce y catorce años, traviesos, sí,  pero no eran de los que me tiraban piedras cuando iba sola por la calle. La mala gente  habita en todas partes, y no hace mucho ruido.
Rosario era viuda, pero vivía con Bernardo un hombre bruto  y malhumorado que se ganaba la vida como pintor de brocha gorda. Le recuerdo siempre con la cara llena de manchas de cal y con un mono blanco salpicado de goterones de pintura. Ignoro el cariño que ese hombre tosco y amargado podía darle a Rosario, porque así como ella tenía una voz llena de alegría, la voz de Bernardo pesaba como una losa y te dejaba sin fuerzas para moverte. A mí, Bernardo me daba miedo, y era sabido por todo el barrio que usaba una correa de cuero  cuando los hijos de Rosario no le obedecían.

  Un día del mes de septiembre, los  dos  hijos de Rosario al salir de la escuela se encontraron en el camino  a un perro apaleado, el perro, un precioso cachorro de pastor alemán, tenía la tripa muy hinchada, una oreja partida en dos y las dos patas delanteras cercenadas por varios sitios. Los dos hermanos suplicaron llorando a  Rosario  que les dejara  quedarse con el perro, y Rosario consintió en que sus hijos cuidaran a aquel animal tan herido. Bernardo no puso ninguna objeción,  porque estaba convencido de que el pobre perro moriría en unas horas.
Pero no fue así, porque Pinky (así se  llamó el perro en su segunda reencarnación) fue mejorando poco a poco, a medida que aquellos críos le curaban diariamente las heridas con agua caliente y una pomada antibiótica de color marrón que apestaba a aceite de alcanfor. Al mes pudo levantarse,  y en cuanto Pinky pudo andar sobre sus patas sin dolor, se hizo inseparable de sus salvadores.
Cada tarde al salir del colegio los hermanos se sentaban en  los escalones de su casa a comer pipas y cambiar cromos de futbol con los  amigos del barrio, Pinky, como uno más de la pandilla, también  comía pipas. Sabía pelarlas,  las desgranaba cuidadosamente con sus dientes y se comía la semilla escupiendo la cáscara. Pinky era el orgullo de  sus pequeños amos.
Y era un gusto ver a aquel grupo de muchachos  jugar  al escondite con  Pinky. Yo los observaba desde el otro lado de la acera, mientras simulaba leer un libro, a pesar de estar triste, dejaba que la felicidad de mis vecinos me contagiara un poco, aunque fuera sólo de lejos. 
Cuando llegaron las navidades, Pinky estaba totalmente restablecido, y era un espectáculo ver como cada tarde   saludaba a sus salvadores cuando estos llegaban del colegio. Se tumbaba en el suelo boca arriba, y su larga cola barría la acera, mientras sus dueños le rascaban la tripa. Cuando llegaron las vacaciones de Navidad, llegaron también las notas y  los hermanos trajeron una buena colección de suspensos. Bernardo sacó de nuevo la correa de cuero, pero  esta vez, sólo logró darle tres correazos al mayor de los hermanos, porque Pinky al oír los gemidos de dolor, subió las escaleras que separaban el pequeño patio de la vivienda  y se  abalanzó sobre Bernardo hincándole los colmillos en el brazo que sostenía la correa, y sin soltarlo, haciendo fuerza sobre sus patas traseras,   zarandeó a Bernardo hasta  hacerle caer al suelo. Y ninguno de los hermanos le dijeron nada a Pinky. Los gritos de Bernardo, tullido en mitad de un charco de sangre, alertaron a lo vecinos. Cuando llegó la policía, Rosario, los dos hermanos y Pinky estaban muy lejos de El Raval camino de un nuevo destino.
Amores perros habla de la lealtad, del deseo no correspondido, de luchas encarnizadas entre animales que pertenecen a hombres sanguinarios, y de la necesidad que tenemos todos de amar y de que nos amen; aunque a veces  el amor nos deje  malheridos, tan malheridos como Pinky. Un perro que comía pipas mientras hojeaba con su hocico las páginas de los tebeos que leían sus incondicionales amigos.  


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