Capítulo 35
Ez, pese a los esfuerzos
de los pilotos del helicóptero que le llevaron volando desde una de las pistas
de aterrizaje del aeropuerto de Barajas hasta el helipuerto de La Paz, y al equipo
de intensivistas de la UVI de Neurología, sigue en coma. La hemorragia que le
ha producido el trombo (así se llama ese pegajo de sangre, que le ha taponado
una arteria después de llevar catorce horas de vuelo seguidas) es grande y ha
dañado una pequeña parte de su
cerebro.
Ahora mi vida se reduce a
ir los jueves a su casa, visitar a su madre, darle el parte médico mientras
ella le da al Dry Martini,
y después de haber tranquilizado un poco a la pobre
anciana, me voy a la cocina a llorar un buen rato junto a Rascafría, una mujer
tan ingenua, como generosa, porque no ha dudado en ofrecer un trasplante de su
médula, por si la sangre guatemalteca fuera capaz de curar “el mal de la cabeza
del señorito Ez”.
El resto de tardes,
incluidas la de los sábados y domingos, en cuanto echo el cierre de la
panadería salgo pitando hacia el hospital, que por casualidades del destino no
queda muy lejos de mi barrio.
Y anda qué no habré pensado veces en la costilla derecha de Ez, herida, astillada, lacerada como el filo uno de los cuchillos de Arguiñano.
Durante meses he maquinado
todas las formas posibles de cómo se la podría romper, una cáscara de plátano
en el portal de su casa, cuando no mirara el portero, que anda todo el día con
la escoba en la mano; un topetazo bien fuerte de mi compañero del polideportivo
de mi barrio “el musculitos” un jugador de rugby que juega en el equipo del
Getafe, creo que este hombre debe de tener un master en anabolizantes, porque
tiene unos bíceps que parecen las columnas de Hércules…
En fin, todo lo más horrible
y asqueroso que os podáis imaginar. Y todo, para que Ez no pudiera escribir, no
pudiera peinarse, ni abrazar a la rubia, y respirar le costara un dolor de
grado terremoto. Y ahora mi Ez no puede hacer nada… Esa es la vida, la que te
devuelve los deseos multiplicados
cuando no los necesitas.
Ya que Ez no puede hacer
nada, y me siento culpable de haberle deseado tantas desdichas, he decidido
hacer una cosa por él. Estoy afónica de gritarle a medio hospital que Ez no puede
volver a vivir si no ve películas. He visitado al director, a la jefa de
enfermeras, al administrador, y a media docena de cargos, hasta que un hombre bajo y rechoncho, con cara
cetrina y pelo canoso, al que he bautizado como el Dr. Guisante (porque el
hombre es de ascendencia francesa y tiene un apellido impronunciable, al menos
para mí, que de idiomas ando lo que se dice “pelada”) se ha dignado a
escucharme cinco minutos seguidos. Finalmente, el doctor Guisante, jefe del
Servicio de Neurología, me ha autorizado a poner una televisión con DVD a los
pies de la cama de Ez.
Desde hace veinte días las imágenes de Centauros del desierto adornan con sus colores la habitación, y mientras John Wayne busca a su sobrina y a Cicatriz, el jefe comanche que la secuestró, yo espero que los colores rojizos de la arena del desierto y los luminosos cielos azules despierten pronto al amor de mi vida. Ez cada hora que pasa tiene la cara más pálida, primero porque no le da el sol, y segundo porque ese aire que entra y sale de sus pulmones viene de un robot de plástico y acero que le hace el boca a boca mecánicamente pero sin pasión alguna.
Como ignorante que soy de todo lo relacionado con la
ciencia, una tarde desconecté la boquilla del respirador de Ez y le insuflé de
mis labios a los suyos todo el aire que pude, pensando que ese aire filtrado
por algo vivo y familiar le podía hacer mas bien que las emboladas de oxigeno y
aire comprimido que mandaba aquel ruidoso aparato. A los cuatro intentos que
hice, el chivato del monitor de Ez donde se registra con unas líneas blancas el
ritmo de su corazón empezó a perder altura y le conecté de nuevo al robot
aterrada. Si Ez no estaba muerto, yo casi lo remato por dejarme llevar por mis
sentimientos. Desde entonces he dejado de jugar a los socorristas y le cojo la mano y subo el volumen de la
tele todo lo que puedo para que Ez recobré la vida escuchando la voz de los
mitos que nunca se la quitaron.
La mano de Ez está más
fría de lo habitual, y no puedo retenerla mucho tiempo en la mía porque me la
deja helada, igual de muerta que la suya.
La rubia con nariz de cerdito apareció por el hospital el
primer día que a Ez lo ingresaron, supongo que como yo, también le esperaba en
el aeropuerto de Barajas. Está más flaca, si cabe, que el día que nos topamos
por casualidad en la selección de
lencería de aquel almacén. No tenía pómulos y los ojos se le han amarronado
dejándole una brizna de enfermedad por toda la cara. Sufría cuando miró a Ez y
lo vio muerto, pero respirando, mientras su corazón se elevaba como una montaña
blanca en el monitor que tiene en la cabecera de la cama. No sé qué le dijo al
oído derecho, ni me importa, seguro que lo mismo que le
dije yo en el oído izquierdo. Pero, sinceramente a pesar de la tristeza, estoy
más preocupada por el amor de la rubia, que por el mío propio.
Estoy descubriendo en
estos momentos, lo egoísta y mala que soy, y como en el fondo me alegro de que
Ez esté planchado en la cama con la cabeza en el limbo. Esto que digo es
deleznable y asqueroso, y hay noches que me voy llorando del hospital pensando
que los genes del hijo de puta del insípido, están creciendo dentro de mí a
pasos agigantados. Y tal vez, en el fondo, mi bipolaridad sea una tapadera al
lado oscuro que llevo dentro. ¿Cómo es posible que haya amado a Ez con toda mi
alma y en el fondo desee que siga ahí, tumbado como un cadáver?¿Qué me está
pasando? Sí lo único que deseo es que Ez se despierte, me abrace, hagamos su
maleta y salgamos de este hospital y corramos juntos a recuperar nuestro amor.
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